De gorgojos, nubes y autonomías

En la Europa de los siglos XV y XVI sucedió alguna vez que hubo que procesar judicialmente a bichos. Cuando una plaga de gorgojos, sanguijuelas o ratas no acababa de remitir a pesar de las plegarias de los paisanos, a veces se echaba mano de una querella criminal para intimarles a que depusieran su actitud. Y como, por muy claramente que se les hubiera leído los cargos de los que se les acusaba y la fecha y hora de la vista, aquellos incívicos bichos solían tener la mala idea de no personarse ante los magistrados el día señalado, no quedaba más remedio que pasar a mayores: la excomunión. A la que, todo hay que decirlo, las impías criaturas tampoco solían prestar gran atención.

 

También los problemas privados encontraban soluciones. Los registros de la sabiduría popular están llenos de remedios para todo tipo de males, como curar las verrugas enterrando un garbanzo en menguante bajo unas hojas de roble cortadas con la mano izquierda o refrenar la lujuria desatada ahogando una lagartija en orina de ternero y sangre de murciélago con una pizca de azafrán.

 

Transcurridos los siglos parece que aquellos modos han caído en desuso, habiéndose pasado a intentar controlar la naturaleza mediante artificios más, digamos, científicos. Ése es el caso de los cañonazos contra las nubes, recurso ya antiguo y aún en uso, sobre cuya efectividad nos declaramos incapaces de emitir una opinión.

 

El último avance en este campo son, al parecer, los bombardeos con yoduro de plata, sustancia que tiene la virtud de acelerar la precipitación del vapor de agua, con lo que se intenta evitar que las nubes pasen de largo sin soltar su preciada carga. Pues bien, en ésta nuestra irrealidad nacional hasta eso puede llegar a convertirse en un problema político.

 

Hace unos meses se emitió en un informativo televisado un reportaje sobre la cuestión en el que se explicaban las esperanzas depositadas en esta técnica por los agricultures de algunas zonas de la España seca así como los efectos indeseados que podría provocar su utilización. El primero de dichos problemas era la posibilidad de que el fenómeno se les fuera de las manos a los bombarderos y se desatase un aguacero excesivo que agravase la sequía con una repentina inundación. Antes de que pasaran a explicar el segundo problema me apresuré a suponer que se trataría de algún efecto contaminante. Pero no. Para mi satisfacción no se trataba de eso. El problema, explicaba el periodista, era muy otro: se temía que la aplicación de esta técnica desatase enfrentamientos entre las comunidades autónomas sobre la titularidad de las nubes y el derecho a bombardearlas cuando pasaran por unos territorios u otros.

 

La simple tentación de imaginar a los gobernantes autonómicos peleándose para ver quién ha robado la nube a quién ¿no es motivo suficiente para preguntarse qué es lo que no funciona en la estructura del Estado y en la cabeza de los españoles? Porque junto a esta locura pluvial están las tortas por el agua de los ríos, las discusiones sobre quién debe apagar los incendios y otros mil conflictos de competencias y oportunidades de mangoneo; además de misterios inaprehensibles para el entendimiento humano como los motivos por los que el desarrollo autonómico ha de ser siempre centrífugo, toda descentralización es necesariamente buena por el hecho de ser descentralización, la proliferación de administraciones y centros parlantes mejora la gobernación, y otras muchas supersticiones no menos sorprendentes que la excomunión de los gorgojos o el ahogamiento de las lagartijas.

 

Aunque no quede moderno decirlo, no parece que haga falta ser ni genio ni vidente para advertir que la solidaridad nacional ha desaparecido. Los españoles, como nunca antes en la historia, encuentran cada día más motivos para lanzarse miradas de desconfianza, cuando no de odio, por el hecho de ser de otra provincia.

 

¡Qué bueno, el Estado de las Autonomías!

 

Artículo publicado durante la primera legislatura zapateriana, entre 2004 y 2008, e incluido en España desquiciada

 

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