La nación-lemming

La verdad es que fenómenos como éste me hacen lamentar no haber estudiado sociología. Me refiero a la insistencia de toda una nación por desaparecer. Sólo el lemming, ese simpático roedor que cíclicamente se arroja por millones a las aguas del Ártico, desarrolla un comportamiento similar. Porque no deja de ser sorprendente la tenacidad de la que está haciendo gala la antaño orgullosa nación española en su afán por pasar cuanto antes a las páginas de las enciclopedias como uno más de los pueblos que acabaron sepultados bajo las arenas del desierto y del tiempo.

 

No hace falta recordar que la proliferación de separatismos es el síntoma más evidente de este proceso suicida en el que España ha caído sin posibilidad previsible de recuperación, pero a ello hay que añadir algunos otros problemas de no menor gravedad, como la bajísima natalidad, las horribles cifras del aborto –que por sí solo demuestra lo egoísta, cruel y desalmado que es el hombre contemporáneo–, la necesidad de importar personas de otros países para hacer los trabajos que aquí rechazamos, las crecientes adopciones de niños de todos los continentes –reciente y, sin duda, bondadosa moda quizá alimentada por Angelina Jolie, Madonna y otros arquetipos de nuestro tiempo, que hará que un día los españoles acabemos por no vernos reflejados en la siguiente generación–, y mil señales más de la falta de vitalidad y del firme deseo de los españoles de pasar a la categoría de recuerdo lo antes posible.

 

Camúflese de reivindicación histórica, reintegración foral, defensa lingüística, arraigo étnico o simple avaricia, el hecho es que España insiste en morir, como evidencia el hecho de que, de modo creciente, hoy casi nadie quiere ser español; cualquier otra opción resulta más atractiva. Empezó la cosa allá en torno a 1898 por tierras vascas y catalanas, pero la moda se ha extendido por todos los rincones de España, en gran medida alimentada por una izquierda que, sobre todo tras la Guerra Civil, se ha apuntado a todo lo que, de modo directo o gradual, se dirigiese, conscientemente o no, hacia la destrucción de España; y permitida por una derecha miope y egoísta, ocupada tan sólo del abrillantamiento de la balanza de pagos.

 

Cualquier negación de España es deseable, ya sea de su historia, de su cultura, de su lengua o hasta de su propio nombre, impronunciable de puro fascista. La atracción por lo pequeño, lo bajo, lo mezquino, lo vulgar, lo desquiciado, y la paralela repulsión por lo grande y digno, refleja fielmente la degradación intelectual y espiritual de buena parte del pueblo español. Hasta en las regiones no gobernadas por los separatistas, a los niños se les educa en las escuelas de espaldas al hecho de que forman parte de una muy antigua y muy evidente nación llamada España. Se les da todo tipo de información, hasta la más irrisoria, sobre sus respectivas comunidades autónomas, pero más allá sólo hay tierra ignota. Conocerán todos los ríos de su Comunidad Autónoma, pero ignorarán que los Pirineos separan España de Francia, que Portugal es el país con el que España comparte la Península Ibérica y que Europa está al Oeste de Asia. Por no hablar del incansable esfuerzo de los separatistas por escenificar la inexistencia de España hasta en el aparentemente menos importante aspecto de la vida: desde la inexistencia de los símbolos nacionales hasta la imposibilidad de llamar por su nombre al Estado Estatal, pasando por mil y un detalles como acorralar a la lengua española en las aulas y la actividad administrativa, inventar jerigonzas en las provincias donde no se hablan lenguas propias, vigilar a los alumnos para que no hablen español durante el recreo, inventarse una neotoponimia completamente ajena a la historia, bautizar a los niños con nombres que podrían haber sido sacados de una novela de ciencia ficción, presentar propuestas parlamentarias para desespañolizar las lápidas de los muertos y los nombres y apellidos de los vivos, o para nacionalistizar la lengua en que han de expresarse los personajes de los videojuegos y las muñecas... y todo un carnaval impropio de personas en sus cabales. Todo ello ante la mirada indiferente de la mayoría del pueblo español.

 

Algunos héroes dignos de mejor causa –esos maravillosos vascos para los que todo elogio y toda admiración se quedan cortos– se obcecan incluso en arriesgar sus vidas para defender una nación que hace ya bastante tiempo que no hace otra cosa que demostrar que su propia existencia le trae sin cuidado. Probablemente se estén equivocando. Del mismo modo que jamás se conseguirá detener la rotación de la tierra por mucho que se empuje contra un muro, probablemente tampoco se pueda, y ni siquiera se tenga derecho, a insistir en apuntalar una nación que ha decidido desaparecer.

 

Al fin y al cabo tampoco tiene tanta importancia. No hay nada más implacable que el destino y más cruel que el tiempo, y contra ellos el ser humano nada puede hacer salvo resignarse, a ser posible sin perder la sonrisa.

 

Artículo publicado durante la primera legislatura zapateriana, entre 2004 y 2008, e incluido en España desquiciada

 

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