El privilegio catalán de Jesús Laínz

Uno de los factores que han hecho posible la locura de los últimos años en Cataluña ha sido el éxito propagandístico del Espanya ens roba como último empujón que necesitaba el nacionalismo para hacerse independentista hasta la insurrección. El privilegio catalán desmonta tan venenoso lema, en una nueva contribución de Jesús Laínz a la defensa de la unidad e identidad de España frente a los enemigos de ambas, objeto permanente de su influyente obra. Dada la solidez de las fuentes y su adecuado tratamiento, estas combativas páginas no tienen nada de coyuntural: pasado el delirio del prucés, mantendrán su valor como aproximación a la historia de la singularidad económica del Principado en el conjunto de la nación.

 

Laínz da la vuelta al argumento mostrando cómo su riqueza ha sido posible gracias a que forma parte del conjunto de España, y en ocasiones se ha forjado a costa del sacrificio de otras regiones en aras de la paz política con cuya alteración amenazaban las élites catalanas. Esta línea de trabajo se sigue a lo largo de cinco capítulos que caracterizan sendas centurias: el «heroico» siglo XV, el «novedoso» siglo XVIII, el «nefasto» siglo XIX, el «agitado» siglo XX y el «absurdo» siglo XXI. 

 

En el heroico siglo XV participaron los catalanes. No hubo exclusión en los derechos sobre las tierras americanas que otorgó el Papa (valenciano) Alejandro VI. Lo que pasa, recuerda Laínz, es que esos derechos derivaban del Tratado de Alcaçovas de 1479, que puso fin a la guerra entre Portugal y Castilla. Era Castilla su titular. Y los monopolios de Sevilla y Cádiz no impedían operar allí a cualquier español de cualquier origen. El «agravio» económico más antiguo alegado por los nacionalistas catalanes carece de fundamento.

 

La «novedad» que atribuye el autor al siglo XVIII es el Decreto de Nueva Planta que posibilitó el despegue comercial de Cataluña, al abrirle los mercados peninsular y americano y con las primeras protecciones contra la importación textil. La Guerra de Sucesión fue también una guerra civil entre catalanes, muchos de ellos borbónicos: Laínz recuerda los apoteósicos recibimientos a Felipe V, Carlos III (quien entró en el Reino por Barcelona a la muerte de Fernando VI) y Carlos IV.

 

En el capítulo que se ocupa del «nefasto» siglo XIX encontramos el meollo del libro, que pivota en torno al arancel que protegía las regiones vasca y catalana y permitió su desarrollo industrial frente a un resto del país mayoritariamente agrícola. Fernando VII, aclamado en 1814 a su paso por Figueras, Gerona, Tarragona y Reus, frenó en 1816 la importación de algodón. A lo largo de las siguientes décadas se mantendría el proteccionismo, pero empezaron a escucharse en los debates parlamentarios voces contra él. E incluso fuera de España. Stendhal visitó Barcelona en 1837 y dejó esta perla: «Estos señores quieren leyes justas, con la excepción de la ley de aduanas, que debe estar hecha a su antojo». En 1840, el ministro de Hacienda, Pío Pita Pizarro, destacó la influencia de los fabricantes catalanes en el gobierno «para sostener el sistema prohibitivo y de monopolio que tan enormes ganancias les produce a costa de la nación». Vemos multitud de ejemplos de una protección que muchos catalanes consideraban «funesta», como Joaquín María Sanromá y Creus. La política arancelaria había sido introducida por los Borbones, y sus beneficiarios apelaban al patriotismo español contra quienes pretendiesen acabar con ella, ya fuesen catalanes como Laureano Figuerola o sevillanos como Manuel Sánchez Silva, quien en 1841 denunciaba el sacrificio del resto del país «a favor de la industria catalana»: la protección al textil impedía en contrapartida a otras regiones la exportación agrícola. Laínz estudia la continuación de la polémica a lo largo del siglo, y sobre todo su negativo impacto en Cuba. Esto sí sería decisivo. El arancel al textil estadounidense en la isla fue respondido con el arancel yanqui al azúcar cubano, azuzando la rebelión que se transformaría en guerra y derrota. Leemos en El privilegio catalán párrafos exhaustivos e indiscutibles sobre la financiación de los industriales catalanes al esfuerzo de guerra para salvar ese proteccionismo y su oposición a todo «derecho a decidir» de los cubanos. Se opusieron en 1893 a los proyectos descentralizadores de Antonio Maura con el mismo ímpetu con el que en 1869 habían formado con catalanes el primer batallón de voluntarios que salió hacia Cuba. Tras el Desastre del 98, esos mismos industriales que se habían envuelto en la bandera roja y gualda rompieron amarras con la idea de España, y mientras se beneficiaban de la repatriación de capitales empezaron a financiar a la Lliga Regionalista de Enric Prat de la Riba y Francesc Cambó. Años después, éste reconocería que se había puesto en marcha un proyecto que Laínz bautiza como «ingeniería ideológica» basada en mentiras: «El rápido progreso del catalanismo fue debido a una propaganda a base de algunas exageraciones y de algunas injusticias… Hay que conceder que los movimientos transformadores se tomen algunas libertades», admitió Cambó.

 

El «agitado» siglo XX comienza con Práxedes Mateo Sagasta recordándole a la Lliga en la Carrera de San Jerónimo que «Cataluña se ha hecho rica por España y con España», y que para ello «ha habido necesidad de concederle en las leyes ciertos privilegios que le han dado ventajas sobre sus hermanas, las demás provincias de España». Pero nada cambió, y del Arancel Cánovas de 1891 se pasó al Arancel Cambó de 1922, vigente hasta 1960. Laínz aprovecha el resto del capítulo para mencionar otros hechos incómodos para el nacionalismo de hoy, como son el apoyo entusiasta de Cataluña al golpe del general Miguel Primo de Rivera, y 16 años después a la liberación de su territorio por el Ejército Nacional, así como la participación de numerosos catalanes en el Estado que puso en marcha Francisco Franco. El Caudillo visitó el principado en quince ocasiones, con un entusiasmo desbordado del que dan cuenta las imágenes de la época. Entre los datos que ofrece Laínz, uno que descoloca otro «agravio» muy popular en estos tiempos del procés: en 1975, Cataluña, con el 6,3% del territorio nacional, contaba con el 45,5% de sus kilómetros de autopista.

 

Del «absurdo» siglo XXI que cierra el volumen quizá haya que destacar algo que no está en él por el vértigo de los acontecimientos: la huida masiva de empresas catalanas ante la mera e improbable hipótesis de la independencia. Un auténtico «referéndum con los pies» con resultado inapelable: la España común no roba a nadie, sino que es la tabla de salvación de todos, Cataluña incluida.

 

Carmelo López Arias

Razón Española, nº  206, nov-dic 2017