Otoño inglés

Cada uno busca y construye sus paraísos artificiales a la medida de su necesidad. Ésa es la debilidad del hombre, pues el rostro de la vida, antes o después, acaba mostrando sus feas muecas y se hace necesario darle la espalda, aunque sea por un rato, para poder continuar caminando por ella con aliento.

 

No sé si es de modo consciente o inconsciente, pero en los últimos años la melancólica estación de la caída de la hoja, cuando la luz y el calor veraniego nos abandonan por una larga temporada, suele orientar mis ojos y mi pensamiento, en busca de refugio, hacia Inglaterra. Un paseo por Oxford, por sus calles, parques, canales y tradiciones, es una de las más gratificantes actividades aún posibles en Europa para comprender y añorar lo que Occidente fue hasta no hace mucho. Aunque ya nada es lo mismo en esta época de Internet y McDonalds, todavía es posible disfrutar del espíritu de una ciudad que conserva celebraciones tan pintorescas como la de la cena de la cabeza de jabalí en el Queen’s College en recuerdo del estudiante que hace quinientos años salvó su vida metiendo un libro de Aristóteles en la boca del furioso puerco que le atacó mientras paseaba; o imaginar las tertulias sobre vikingos, sajones y hobbits que, frente a la chimenea del Eagle and Child, disfrutaron Tolkien, Lewis y los suyos.

 

La campiña inglesa, insuperable, junto con la francesa, en su equilibrio y conservación, resalta el incivismo del pueblo español, incapaz de acercarse –salvo aisladas excepciones individuales– al sabio modelo de desarrollo rural de nuestros vecinos a pesar de la belleza de nuestra tierra, a menudo muy superior a la de las suaves colinas británicas. Y mejor ni recordar el destrozo urbanístico, catástrofe nacional producto del horterismo y la incultura de nuestro triste país de nuevos ricos.

 

Pero casi ni es necesario cruzar el canal para disfrutar brevemente de la Merry England: siempre se tiene a mano releer a Kipling, Conrad, Stevenson, Wodehouse o Saki; volver a hipnotizarse infantilmente con los dibujos de Snaffles, Arthur Rackham o Cecil Aldin (con el permiso de Norman Rockwell y Carl Larsson); recorrer el Danubio de la mano de Leigh Fermor, llenarse de la luz de Corfú con los Durrell o ascender con la alondra de Vaughan Williams, ese bálsamo para el espíritu atribulado, lo que quizá sea lo máximo que se pueda decir de una obra musical.

 

Pero todo lo bueno tiene un fin, y los españoles estamos condenados a regresar, aunque nos resistamos y pretendamos resguardarnos de la intemperie que nos ha tocado vivir, a nuestra ruidosa y maleducada realidad, a la insufrible pequeñez de nuestros políticos, al decaimiento general de esta España sin pulso. Y todo ello no hace sino aumentar los dolores privados, que son, al fin y al cabo, los únicos de verdad.

 

Me da miedo pensar que quizá esté empezando a ver el exilio como bálsamo. Aunque probablemente no sirva de nada, pues es imposible huir de uno mismo.

 

Artículo publicado durante la primera legislatura zapateriana, entre 2004 y 2008, e incluido en España desquiciada

 

Versión de este artículo en inglés

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