30º aniversario de las bombas fétidas regionalistas

Cuando hace ahora tres décadas España se enfrascaba en la creación de la estructura territorial que ha llegado, con muchas goteras, hasta nuestros días, por doquier aparecieron quienes, imitando a los nacionalismos vasco y catalán, se lanzaron a una carrera en la que nadie quiso quedar atrás.

 

Como en muchas otras regiones, los ciudadanos de la todavía llamada provincia de Santander eran mayoritariamente ajenos a un proceso autonómico en cuya puesta en marcha se afanaban quienes aspiraban a hacer de la política su profesión.

 

El caso más evidente, junto al de una AP cuyo congreso provincial de 1980 reclamó la inclusión de Cantabria en Castilla, fue el del partido hegemónico en la provincia, la UCD, cuyos afiliados eran mayoritariamente partidarios de la pertenencia a dicha región e incluso simpatizantes de ACECA, Asociación de Cantabria en Castilla. Sin embargo, de la dirección nacional ucedista llegó la orden, para disgusto mayoritario de la militancia, de apoyar la creación de la autonomía uniprovincial. Ello fue debido a que el frenesí autonomista de la época estableció como dogma de fe la sinonimia de descentralización y democratización, razón por la cual todas las fuerzas políticas irían haciendo suyo paulatinamente el programa autonomista que se iba perfilando como la única opción progresista posible. Como la calentura regionalista debía de ignorar que la pertenencia de esta tierra a Castilla arrancaba de un milenio atrás y que la estructura provincial y regional de España había sido fijada durante el reinado de Fernando VII, se extendió la sorprendente idea de que la conservación de la estructura de Castilla la Vieja respondía a intereses oligárquicos y a nostalgia por el régimen franquista.

 

Pero había más obstáculos en el partido de Suárez. Dada la exigencia del art. 143 de la Constitución de que la iniciativa del proceso autonómico partiese de las dos terceras partes de los municipios cuya población representase la mayoría del censo, la oposición del ayuntamiento de la capital, ciudad que concentra cerca de la mitad de la población provincial, ponía en peligro todo el proceso antes de nacer. Por este motivo, eminentes ucedistas tuvieron que convencer al reacio alcalde santanderino, Juan Hormaechea, con el argumento de que, creándose la comunidad autónoma, él podría ser algún día su presidente. El argumento funcionó y el alcalde de Santander, efectivamente, no tardaría en llegar al sillón presidencial cántabro. 

 

Con el transcurso de los meses fue fortaleciéndose la tendencia a contemplar la creación de la comunidad uniprovincial como algo inevitable, a pesar de las muchas y muy autorizadas voces que se alzaron en su contra.

 

Una de las aportaciones más señaladas al debate autonómico fue debida a Claudio Sánchez Albornoz, uno de los más grandes historiadores españoles del siglo XX y presidente de la República en el exilio. El 27 de noviembre de 1981 el Ateneo de Santander acogió una conferencia que don Claudio no pudo pronunciar en persona por encontrarse en la Argentina y que el catedrático de historia medieval José Ángel García de Cortázar se encargó de leer en su nombre. Titulada Cantabria, Castilla, España, en ella el insigne historiador explicó las razones antropológicas, históricas, culturales, económicas y prácticas por las que consideraba un disparate la separación de Cantabria de una región sin la cual no tenía sentido.

 

Junto a los argumentos históricos, Albornoz recordó el secular papel de los puertos montañeses como salida de Castilla al mar y la necesidad de no fragmentar la región castellana para evitar su debilitamiento frente a otras regiones vecinas, políticamente conflictivas y beneficiadas por privilegios económicos que consideraba injustos. Y advirtió sobre un riesgo que, treinta años después, ha vuelto a ponerse de manifiesto con la nueva oleada estatutaria. Pues, obedeciendo una vez más al ritmo marcado por los nacionalistas vascos y catalanes, se está dando un nuevo impulso al aparentemente imparable proceso de centrifugación de España con el apoyo, sin excepción, de todos los partidos políticos, conscientes de las oportunidades de colocación que con ello se abren para sus representantes regionales:

 

“Lo que en mí es una convicción, resultado de mis frecuentaciones históricas, es en muchos un trampolín para satisfacer vanidades y ambiciones personales. No pocos que nunca hubiesen jugado un papel protagónico en la política nacional hispana, transidos de ambiciones de fama y de medro, empujan a España hacia un torpe y extremo federalismo. Porque nunca hubiesen sido nada o hubiesen sido poca cosa en el gobierno o en el parlamento nacionales, quieren ser cabezas de ratón en unidades regionales; e incluso se atreven a fraccionar las creadas por la historia para hacerse la ilusión de una rectoría nunca alcanzada por otro camino (…) Y no faltan caciques o aspirantes a caciques que sacan el pecho fuera ante supuestas diferencias comarcanas”.

 

Las opiniones de Sánchez Albornoz no fueron bien recibidas por los regionalistas presentes en el ateneo santanderino. Interrumpieron a voces en varias ocasiones y lanzaron bombas fétidas con el fin de abortar la conferencia, lo que finalmente consiguieron mediante una amenaza de bomba que impidió la lectura completa y el posterior coloquio.

 

Treinta años después –a pesar del cerrojazo de los medios de comunicación y otros foros dependientes de las subvenciones autonómicas– parece que el debate comienza a abrirse entre los ciudadanos cántabros, un número creciente de los cuales se pregunta si una comunidad autónoma de medio millón de habitantes sirve para algo más que para ensalzar el color de los calzones de Corocotta y pagar los jugosos sueldos del desmesurado número de políticos que viven de su existencia.

 

Esperemos que esta vez la toma de decisiones no vuelva a hurtarse a los ciudadanos. Y que las bombas fétidas no acallen la reflexión y el debate.

 

El Mundo (edición Cantabria), 3 de abril de 2011

 

 

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