La monarquía y la nación

En el siglo XXI la monarquía es sin duda una institución anacrónica; al menos en Occidente, esa parte del mundo que, habiendo pasado por la Ilustración, la Revolución Francesa, el laicismo, el liberalismo, el socialismo y la democracia, no puede concebirse sin que los pueblos sean los depositarios de la soberanía. 

 

La injusta transmisión hereditaria de funciones y honores, necesariamente ajena a los méritos individuales, tuvo que acabar provocando los estallidos que en 1775 en las colonias norteamericanas y en 1789 en Francia comenzaron el incendio que acabó transformando la sociedad occidental para siempre. 

 

Ni el origen divino del poder ni la concepción patrimonial del Estado son hoy imaginables como fundamentos sobre los que construir un régimen político. Sin embargo no son pocos los Estados europeos –Noruega, Suecia, Dinamarca, Bélgica, Holanda, Gran Bretaña y España– que han conservado la institución monárquica, que arranca de lo más profundo de sus historias nacionales. 

 

Aunque ninguno de estos reyes gobiernan en sus respectivos países, no es dudable la importancia de su papel institucional, representativo, diplomático y, sobre todo, simbólico. Porque si en algo consiste una monarquía hoy, es en un símbolo: el símbolo vivo, material, carnal, de la pervivencia de su nación. La familia real española, como último eslabón de la cadena que arrancó en el lejano siglo VIII en las fragosas montañas cantábricas tras la pérdida de España a orillas del Guadalete, es el recuerdo vivo, la personificación de la trayectoria de España a través de los siglos. Y es también el símbolo de su existencia actual. Así lo establece el artículo 56 de nuestra Constitución: "El Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia". 

 

Si alguna vez la nación española desapareciese –por aniquilación, subyugación o autodisolución–, lo primero que habría dejado de tener sentido es la institución que hasta entonces simbolizara una realidad histórica que habría dejado de existir. 

 

En principio, para la mayoría de los ciudadanos de esa extinta nación las circunstancias de su vida cotidiana no tendrían por qué cambiar de modo drástico, salvo, claro está, las previsibles consecuencias trágicas para muchos de los que quedasen atrapados en determinadas zonas conflictivas que no es necesario enumerar. Pero para quien simboliza esa comunidad fracasada y ostenta su más alta representación, las cosas serían probablemente bastante distintas.

 

Artículo publicado durante la primera legislatura zapateriana, entre 2004 y 2008, e incluido en España desquiciada

 

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