Feliz Navidad (película de Christian Carion)

Feliz Navidad, tal es el título de la película del francés Christian Carion, candidata al Oscar a la mejor película de habla no inglesa, que utilizaremos como excusa para reflexionar en voz alta. Con ser una cinta más que digna, el punto flaco de este previsible alegato antibelicista consiste en que no logra evitar cierto empalago biempensante, pero aun así relata con elegante eficacia una bella historia de la que se puede extraer más de una enseñanza. 

 

La primera de ellas es la constatación, en los momentos más emocionantes de la cinta, de que entre los europeos de 1914 existían unos fortísimos vínculos culturales, morales y religiosos que los hacían formar parte de una comunidad que traspasaba fronteras, fidelidades e ideologías. La fraternidad surgida en Nochebuena a causa de unos villancicos entre quienes hasta el día anterior se habían matado con saña, no habría podido existir si todos ellos no hubiesen compartido un milenario legado de símbolos, construcciones culturales, valores religiosos y referentes estéticos que convertían su mundo en algo comprensible y asumido por los combatientes de ambos bandos. Los árboles iluminados adornando las trincheras, el Adeste Fideles cantado por el soldado alemán acompañado por las gaitas escocesas y, sobre todo, la misa en la helada tierra de nadie, atendida con recogimiento por los soldados de las tres naciones enfrentadas que, por un momento, volvieron a formar parte de la cristiandad latina de la que todos eran hijos, abren al espectador una fugaz ventana a una Europa que ya no existe, unida hoy tan sólo por el mercado. 

 

El sermón belicista del obispo anglicano que llega al frente para corregir la situación caería en la caricatura si no fuese porque refleja con veracidad la demencial campaña de odio que se desató en aquellos años para azuzar a unos europeos contra otros a causa de la ambición política de las grandes potencias y de los fervores nacionalistas que consumieron por igual a todos los contendientes. 

 

Dos testigos eminentes de aquellos días fueron el austríaco Stefan Zweig y el inglés Robert Graves, quienes nos legaron interesantes páginas sobre aquel irracional acceso de odio que acabó provocando millones de muertos. El segundo explicó, por ejemplo, cómo un mismo hecho, la entrada de los alemanes en Amberes, fue reflejado de modo bien distinto por los medios de cada país. Lo que para la prensa alemana fue un estallido de campanas en toda Alemania por la entrada en dicha ciudad, en la francesa se reflejó como el sacrificio de los sacerdotes belgas, usados como badajos vivientes al negarse a tocar las campanas de sus iglesias. 

 

Durante los años previos a 1914 la campaña de agitación patriótica fue creciendo en intensidad hasta su desbordamiento al iniciarse la guerra. El himno antifrancés Die Wacht am Rhein contaba con más de medio siglo de solera, pero pronto se vio superado por la popularidad del Canto de odio contra Inglaterra, de Ernst Lissauer, que fue coreado por millones de alemanes. En Francia se había agitado desde 1870 el ansia de venganza por Alsacia y Lorena mediante manifestaciones, versos, canciones y todo tipo de instrumentos de agitación patriótica antialemana, mientras en Inglaterra se enseñaban en las escuelas versos que exigían el exterminio de los teutones para salvar la Civilización, como queda brevemente reflejado en los primeros momentos de la película. 

 

Hoy es fácil asombrarse de aquellas burdas campañas de agitación de odio y, sobre todo, de cómo lograron sus objetivos, pero no parece que sea tan fácil descubrir las mismas intenciones en campañas equivalentes desarrolladas en nuestros días. En la Primera Guerra del Golfo, por ejemplo, se informó al mundo de que los iraquíes habían desconectado las incubadoras de los hospitales del Kuwait ocupado, lo que provocó la movilización de muchos voluntarios indignados con aquel horror. Un par de años después se podían ver en televisión documentales que explicaban cómo aquella información había sido inventada y construida, bajo encargo del gobierno estadounidense, por una compañía de publicidad que, una vez finalizada la guerra, lo relató con aséptica profesionalidad. 

 

Poco después del 11-S se daban los primeros pasos hacia la criminalización mundial del régimen iraquí, esta vez mediante las esporas de ántrax que empezaron a aparecer fantasmalmente por varias ciudades norteamericanas. Por no hablar de las famosas armas de destrucción masiva por las que se declaró la guerra. No menos grotescas que estas campañas antiiraquíes, los artificiosos accesos de ira islamista por unos dibujos o por cualquier excusa que sirva para agitar su ignorancia y su fanatismo, prueban una vez más el común fondo de irracionalidad que late en todo ser humano. 

 

Pero, para concluir con un tono más ligero, volvamos a la película que nos ha provocado estas reflexiones. Porque es importante señalar otra de sus virtudes: ni los soldados sodomizan al gato del batallón ni el coronel es transexual. O sea, una película difícil de filmar en España. 

 

Artículo publicado durante la primera legislatura zapateriana, entre 2004 y 2008, e incluido en España desquiciada