La pérdida de la audacia

Aunque la indolencia del pueblo español es algo evidente desde hace bastante tiempo, no puede dejar de llamar la atención la indiferencia con la que la mayoría de los españoles asiste al extraordinario proceso abierto por el gobierno –tras la primera piedra colocada por el Título VIII de la Constitución de 1978– hacia lo que previsiblemente acabe desembocando, más tarde o más temprano, en la liquidación de nuestra varias veces centenaria nación.

 

La España sin pulso ante la que se desesperaban los noventayochistas más bien parece la nuestra que la de hace un siglo. Al fin y al cabo en aquel entonces fue posible sostener las guerras de Cuba y Filipinas y enfrentarse con virilidad a la potencia que estaba abriendo el siglo en el que impondría su incontestable hegemonía planetaria. Y cuatro décadas después el pueblo español demostró su energía –ésta vez, lamentablemente, en un enfrentamiento civil– lanzándose al campo de batalla en defensa de sus concepciones políticas, sociales y religiosas. Todo eso, sin embargo, hoy parece más incomprensible que nunca. Los españoles de estos años iniciales del siglo XXI sólo saldrían a la calle, en caso de crisis, para comprobar que no les hayan rayado el coche.

 

La ausencia de energía se constata en todas las ramas de la actividad humana y en todos los sectores de la sociedad. Por ejemplo, la amenaza de Harry, el segundo hijo del príncipe Carlos de Inglaterra, de abandonar el ejército en el caso de que su condición personal implicase su apartamiento de la acción en caso de conflicto –o la participación de su tío Eduardo en la guerra de las Malvinas– son muestras de una actitud vital inimaginable en nuestra monarquía limitada a funciones de papel cuché. Y de ahí hasta el último de los ciudadanos, todo es igual. Sálvense las excepciones que se quiera –que sin duda las hay–, pero eso no cambia las cosas.

 

Sin embargo esto no es una enfermedad que los españoles llevemos en las venas. Esto no ha sido siempre así, lo que demuestra que nos encontramos ante algo inducido desde fuera, ante un fenómeno cultural. Porque los españoles de hace siglos se distinguieron precisamente por lo contrario: por su energía, por su entrega, por su capacidad de sacrificio, por su disciplina, por su audacia.

 

Goethe, en su Egmont (acto IV), describió con estas palabras el carácter de los españoles en los tiempos de los tercios de Flandes:

 

"–¿Y qué te parecen los soldados españoles? Son pájaros de otra especie, ¿no es cierto?, que los que estábamos acostumbrados a tener por aquí.

–¡Uf! Se me oprime el corazón cuando veo desfilar una patrulla por la calle abajo. Derechos como cirios, la mirada fija, idéntico paso por muchos que sean. Y si están de guardia, y pasas por delante, es como si quisieran ver a través de tu cuerpo, y con un aire tan grave y enojado, que crees encontrar un verdugo en cada esquina. No me gustan nada. ¡Nuestra milicia sí que era una gente divertida! Se permitían ciertas libertades, se plantaban con las piernas abiertas, llevaban el sombrero sobre las orejas, vivían y dejaban vivir; mas estos mozos son como máquinas en cuyo interior habitara un demonio.

–Si uno de ellos grita "¡Alto!", encarando su arcabuz, ¿crees tú que dejará de detenerse alguien?

–Yo me caería muerto, en el momento mismo".

 

Aquella actitud era el resultado de una formación. El eminente historiador norteamericano Stanley G. Payne, en su La España Imperial, ha reflexionado sobre la moral de victoria de los españoles a propósito de los combates de los siglos XV y XVI contra Francia por el dominio de la península italiana, que "terminaron con el triunfo de la habilidad y el liderazgo sobre la superioridad numérica de los franceses". Sobre el ejército español, que encadenó victoria tras victoria en toda Europa contra múltiples enemigos durante décadas, este autor ha observado que "la oficialidad del cuerpo era casi exclusivamente española y estaba integrada por un grupo de profesionales que ejercía el mejor liderazgo de la época (...) Las tropas españolas estaban entre las más decididas y sacrificadas de Europa, porque la victoria, o al menos el esfuerzo total en su consecución, eran inseparables del ethos hispano del honor, del cual se había saturado casi desde la infancia".

 

Del mismo modo que hoy los modelos a seguir son el material averiado que inunda los medios de comunicación y que, lejos de toda excelencia y esfuerzo, amasan fortunas y prestigio gracias a la desasosegante vacuidad de su vida y sus obras, hubo un tiempo en que los que creaban opinión se llamaban Calderón o Cadalso, y eso acababa por notarse. Del primero, literato y soldado, son aquellos versos, hoy desconocidos por todos, que encerraban en su belleza graves enseñanzas que –por transgresores– sólo pueden hoy ser mirados, en el mejor de los casos, con condescendencia por una mayoría de espíritus formados en el consumismo y el glamour:

 

"Este ejército que ves  /  vago al hielo y al calor,

la república mejor  /  y más política es

del mundo, en que nadie espere  /  que ser preferido pueda

por la nobleza que hereda,  /  sino por la que él adquiere;

porque aquí a la sangre excede  /  el lugar que uno se hace 

y sin mirar cómo nace  /  se mira cómo procede.

Aquí la necesidad  /  no es infamia; y si es honrado,

pobre y desnudo un soldado  /  tiene mejor cualidad

que el más galán y lucido;  /  porque aquí a lo que sospecho

no adorna el vestido el pecho,  /  que el pecho adorna al vestido.

Y así, de modestia llenos,  /  a los más viejos verás

tratando de ser lo más  /  y de aparentar lo menos.

Aquí la más principal /  hazaña es obedecer,

y el modo como ha de ser  /  es ni pedir ni rehusar.

Aquí, en fin, la cortesía,  /  el buen trato, la verdad,

la firmeza, la lealtad,  /  el valor, la bizarría,

el crédito, la opinión,  /  la constancia, la paciencia, 

la humildad y la obediencia,  /  fama, honor y vida son

caudal de pobres soldados;  /  que en buena o mala fortuna

la milicia no es más que una  /  religión de hombres honrados".

 

Y el segundo, igualmente literato y soldado, escribió dos siglos después sobre la patria, el sacrificio, la austeridad, la milicia, la guerra y la decadencia de las naciones palabras que hoy sólo podrían ser consideradas escandalosamente pecaminosas, cuando no directamente delictivas.

 

Durante un tiempo los españoles se distinguieron por su carácter recio y audaz. Audaces fortuna iuvat, la fortuna ayuda a los audaces, sentencia no por antigua menos actual. O, como decían los españoles de los siglos de oro, Quien no aventura no ha ventura. Aunque hoy parezca imposible y el sólo hecho de mencionarlo suene ridículo, hubo un tiempo en el que los españoles fueron los más audaces. Durante los largos siglos de la Reconquista demostraron una fortaleza, una insistencia y una valentía que, una vez tras otra, sin jamás ceder, sin jamás dar un paso atrás, acabarían trayendo inevitablemente la victoria.

 

Concluida la guerra en la península en 1492, la abundante energía española se desparramó por las cuatro esquinas del globo, demostrando, una vez más, que un español tenía la obligación de llevar siempre la iniciativa y de nunca titubear. Solamente una audacia sobrehumana pudo lograr que Elcano y los suyos lucharan durante tres años contra la muerte, que el Gran Capitán, Sancho Dávila o Juan de Urbina ganaran batalla tras batalla, que Pizarro trazara la raya en la arena de la Isla del Gallo y que Hernán Cortés quemara sus barcos para no poder regresar. Y, por su audacia, la fortuna les sonrió.

 

Sir Walter Raleigh, adversario de España en cien batallas, dejó escritas, sin embargo, notables palabras de admiración por sus enemigos:

 

"No puedo dejar de alabar la paciente virtud de los españoles. Rara vez o nunca hemos visto que una nación haya sufrido tantas desgracias y miserias como los españoles en sus descubrimientos de las Indias; no obstante, persistiendo en sus empresas con invencible constancia, anexionaron a su reino provincias tantas y tan ricas como para enterrar el recuerdo de todos los peligros pasados. Las tempestades y naufragios, el hambre, trastornos políticos, motines, calor y frío, peste y toda clase de enfermedades, tanto antiguas como nuevas, junto a una extremada pobreza y carencia de las cosas más necesarias, han sido los enemigos con que ha tenido que luchar cada uno de los más ilustres conquistadores. Muchos años han pasado sobre sus cabezas mientras recorrían no muchas leguas y, en verdad, más de uno o dos han gastado sus esfuerzos, sus bienes y sus vidas en la búsqueda de un reino dorado sin llegar a tener de él más noticias que lo que sabían cuando partieron, y, sin embargo, ninguno de ellos, ni el tercero, ni el cuarto, ni el quinto se descorazonaban. Desde luego, han sido muy justamente recompensados con los tesoros y paraísos que hoy disfrutan, y merecen disfrutarlos en paz, si no impiden a otros el ejercicio de la misma virtud, que quizá no se volverá a dar".

 

Hace unos meses Arturo Pérez Reverte recogía en uno de sus artículos ("Frailes de armas tomar", El Semanal, 30 de abril de 2006) la sorprendente historia de tres frailes mercedarios que en 1634 tuvieron que enfrentarse a sablazos con toda la tripulación de un barco pirata turco ante la pusilanimidad del capitán del barco en el que navegaban. Este capitán, francés, consideró que su condición de tal garantizaría el buen trato de los corsarios, dadas las buenas relaciones entre el reino de Francia y la Turquía otomana. Pero los tres frailes opinaron que, por su condición de españoles y de clérigos, su destino no parecía tan luminoso. Se amotinaron, redujeron y encerraron a la tripulación en un camarote y, cuando los veintisiete turcos se aprestaban a abordar el barco en cuya cubierta sólo se veían tres frailes, éstos se abalanzaron sobre el enemigo con tal ímpetu que, entre muertos, arrojados al agua y rendidos, vencieron, se hicieron con la nave turca y, claro está, salvaron la vida. Audaces fortuna iuvat.

 

Pero hubo un día en el que los españoles perdieron la audacia. Y las cosas se torcieron trágicamente.

 

La armada que debiera haber capitaneado el invicto e inoportunamente fallecido Álvaro de Bazán había partido de Lisboa y, tras una agitada travesía, se adentraba en el Canal de la Mancha. El duque de Medina Sidonia, que compensaba su inexperiencia con su disciplina, se disponía a cumplir fielmente las órdenes recibidas de Felipe II de conseguir el objetivo principal de recoger las tropas en Flandes y desembarcar con ellas en Inglaterra. Al pasar frente a Plymouth, los capitanes de la escuadra inglesa allí fondeada debieron aguantar la respiración ante la vista de la poderosa armada española. Los experimentados y aguerridos Recalde y Oquendo se desesperaron ante un Medina Sidonia que se negaba a variar la estrategia atacando a los ingleses en su puerto. El golpe de audacia que recomendaban los dos almirantes vascongados probablemente hubiera destrozado la escuadra inglesa antes de permitir que se hiciera a la mar, pero la prudente obediencia se sobrepuso aquel día a la audacia. Una vez pasada la armada española, Drake y sus capitanes no lo dudaron. Era su ocasión. Se lanzaron contra los españoles aprovechando el  barlovento que Medina Sidonia les acababa de regalar, y vencieron.

 

A partir de aquel día los españoles perdieron la iniciativa. Más que el coste en vidas y material, lo que perdieron los españoles en aquellas transcendentales jornadas fue la confianza en sí mismos. No pudieron comprender que no hubieran contado con la ayuda divina en aquella empresa dirigida a restaurar el Catolicismo en Inglaterra y a a asestar un golpe mortal al alzamiento protestante en Flandes. La diosa Fortuna les había dado la espalda.

 

Y también a partir de aquel día los ingleses no abandonarían la audacia que les había dado la victoria. Y con audacia consiguieron hacerse los dueños de los mares y del mundo. Por el contrario, los españoles tuvieron que irse acostumbrando a jugar casi siempre a contrapié, a la defensiva. Los siguientes siglos se caracterizaron por la iniciativa británica, con los resultados conocidos. Sólo esporádicamente los españoles recuperaron la audacia, casi siempre con resultados positivos. La ocasión más importante fue aquella en la que, con el ejército anulado, los gobernantes serviles al extranjero y la familia real entregada a negociaciones indignas, el pueblo español decidió rescatar la nación con sus propias manos. Hubiera podido quedarse en casa y esperar a que otros resolvieran los problemas. Hubiera podido abstenerse de participar en un conflicto que debiera haber sido resuelto por otras instancias. Pero el pueblo español prefirió el dolor y el sacrificio antes que asistir como espectador al aherrojamiento de la nación por manos extranjeras. Se lanzó audazmente al combate, y venció.

 

Hoy no ya un comportamiento semejante, sino la mera entrega a un ideal comunitario sin necesidad de violencia y efusión de sangre, es inimaginable. La adoración por el individio y el consiguiente menosprecio por su dimensión comunitaria han causado, junto al muy burgués bienestar hasta para quienes abominan teóricamente de la sociedad burguesa, que casi ningún español considere digno de preocupación cualquier asunto que se salga de su inmediata esfera personal. Por eso el español actual estará dispuesto a salir a la calle a reivindicar mejoras salariales, obras en el vecindario o cualquier otra medida que le tenga a él como directo beneficiario, pero la pervivencia de su nación o cualquier otro ideal grande le traerá sin cuidado.

 

La audacia y la acción las deja para las películas. Él es, para su satisfacción, hijo de una época despreocupada, escéptica, sedada. Una época superior.

 

Artículo publicado durante la primera legislatura zapateriana, entre 2004 y 2008, e incluido en España desquiciada

 

(Ilustración: Caricatura© de Julen Urrutia para el capítulo sobre Juan Martínez de Recalde de La nación falsificada, Ed. Encuentro 2006).