Quien tenga miedo, que no salga de casa

Pero Niño, Almirante de Castilla a principios del siglo XV, tuvo por lema: “Quien tenga miedo, que no salga de casa”. Fue valiente, impetuoso y temerario, lo que le llevó de victoria en victoria sobre sus enemigos, principalmente los ingleses, a los que batió repetidamente por tierra y por mar.

 

Un siglo más tarde un acérrimo enemigo de España, Sir Walter Raleigh, no pudo dejar de alabar en su History of the World la virtud, la invencible constancia, la resistencia, la inmunidad al descorazonamiento, la fortaleza y la valentía que demostraban los españoles, generación tras generación, en las cuatro esquinas del globo.

 

Alonso de Contreras, el portentoso guerrero cuya biografía inspirara a Lope de Vega, afirmaba en los años iniciales del XVII que nada quedaba fuera de su alcance mientras tuviese diez dedos en las manos y ciento cincuenta españoles.

 

Por aquellos mismos años tuvieron lugar las trepidantes aventuras de Catalina de Erauso, quien pasaría a la Historia con el novelesco apodo de la Monja Alférez. Cuando el hispanófobo cardenal italiano Magalon, admirado de su trayectoria, le dijo que no tenía más falta que el ser española, la varonil guipuzcoana le contestó: “A mí me parece, señor, que no tengo otra cosa buena”.

 

Algunas décadas después, ya entrados en la decadencia, el pesimista Quevedo pudo exhortar, confiado, a Felipe IV a que con su “invencible mano” hiciera caer rotos y deshechos al “insolente Belga, el Francés, el Sueco y el Germano”.

 

Goethe, en los infaustos días de Carlos IV, aún recordaba en su drama Egmont que los españoles del siglo anterior estaban hechos de una pasta especial y que era mejor no tener problemas con ellos.

 

¿En qué consistía esa pasta que hoy nos parece cosa misteriosa? En la moral, el optimismo, la fortaleza, la confianza en sí mismos. Nada más que eso. Los herederos en el siglo XIX de esta moral de victoria fueron los británicos. La gran literatura inglesa de las épocas victoriana y eduardiana (Conan Doyle, Stevenson, Kipling) está plagada de referencias, implícitas o explícitas, a ese sentimiento de deber, de virtud, de sacrificio, de virilidad y de responsabilidad que nacía del mero hecho de pertenecer a la nación británica, pertenencia que exigía a sus hijos obligaciones mayores que a los de las demás naciones. La herencia de esa mentalidad, no del todo perdida en la Inglaterra de hoy, es la que hace de ella una nación confiada y orgullosa de sí misma, en la que no cabe imaginar complejos ni separatismos. Por el contrario, la pérdida masoquista de la mentalidad que caracterizó a los españoles durante siglos nos ha conducido a nuestro enclenque estado actual.

 

El poeta catalán Joaquín María Bartrina lamentábase a finales del siglo XIX:

 

“Oyendo hablar a un hombre, fácil es

acertar dónde vio la luz del sol:

si os alaba Inglaterra, es un inglés;

si os habla mal de Prusia, es un francés;

y si habla mal de España, es español”.

 

Ninguna otra nación de Europa –ni siquiera la alemana–, a pesar de las páginas oscuras que todas tienen en su historia, sufre este complejo negador de sí misma. Todas recuerdan sus efemérides, celebran sus victorias, sus hechos memorables. Sólo aquí pedimos perdón por ellos, como en el infamante 1992. El historiador francés Joseph Pérez ha escrito al respecto líneas sobre las que quizá se debiera reflexionar:

 

“Uno tiene a veces la impresión de que son los mismos españoles los que han contribuido a difundir la Leyenda Negra al insistir con excesivo masoquismo sobre determinados aspectos del pasado de su patria”.

 

También señala este autor que en Francia, a pesar de que no se oculten los momentos más negros de su historia, a nadie se le ocurre que dichos hechos descalifiquen definitivamente a su nación.

 

Pues bien, esta imprescriptible crítica fue y sigue siendo uno de los principales motores de los separatismos, que con ignorancia sólo superada por su mala fe, envenenan las mentes y los corazones de los ciudadanos con un rechazo y un odio a España que casi nadie se ha atrevido a denunciar para no ser señalado por los inquisidores de lo nacionalistamente correcto.

 

Búsquese en Inglaterra a alguien que no sepa lo que pasó en Agincourt el día de San Crispín, e incluso que no pueda recitar de memoria al menos las primeras palabras de la arenga del rey Enrique, "We few, we happy few, we band of brothers!". ¿Cuántos españoles, por el contrario, serán capaces de explicar brevemente qué paso en las Navas de Tolosa, quién venció o en qué siglo tuvo lugar? En Inglaterra todo el mundo conoce a Nelson –en Inglaterra y fuera de ella–. Y a Drake, y a Wellington, y a Cook, y a Gordon, y a Scott, y a Mallory. ¿Quien conoce en España a Blas de Lezo, a Churruca, a Oquendo, a Juan de Urbina, al Gran Capitán, a Ramón Bonifaz, a Guzmán el Bueno, a Hernán Cortés, a Orellana, a Cabeza de Vaca, a Álvaro de Bazán, a Luis de Requesens, a Barceló, a Jorge Juan, a Luis Vicente de Velasco, al Empecinado, a Álvarez de Castro, a Méndez Núñez, a los capitanes Lazaga y Eulate, a los últimos de Filipinas y a mil más? ¿Cómo se van a conocer si desde hace siglo y pico cierta y muy influyente intelectualidad decretó que la historia de España era un error y que había que olvidarla y recomenzar de cero? ¿Cómo se van a conocer si su simple mención huele a fascismo? ¿Cómo se van a conocer si el gobierno Aznar sacó de la capital el Museo del Ejército, museo sin igual en todo el mundo y que debiera ser visita obligada para todos los colegios de España puesto que en él se encuentra su historia hecha carne? ¿Cómo se van a conocer si los gobiernos, tanto de un signo como de otro, jamás han tenido el menor interés en aprovechar los medios de comunicación de masas para hacer llegar al gran público la cultura y la historia con mayúsculas? ¿Cómo se van a conocer si los españoles son los primeros en despreciar la cultura española? ¿Cómo se van a conocer si, mientras que en Inglaterra se enseña a los niños a recitar de memoria a Shakespeare y en la Comédie Française nunca se para de representar las obras de Molière, Racine, Hugo y Rostand, en España se ha condenado a Calderón, Lope, Tirso y Zorrilla a criar polvo en las estanterías? ¿Cómo se van a conocer si el único héroe español al que se ha dedicado una película en las últimas décadas ha sido Torrente?

 

Los gobernantes que durante tantas décadas se han desentendido de la esencial labor de ilustrar a los españoles sobre los principales hechos y personajes que a lo largo de la historia han forjado nuestra nación, son culpables de la ignorancia que hoy se tiene sobre lo que es España. Y los resultados se recogen en las urnas, con tanto separatista activo y tanto acomplejado pasivo. Pues para que una nación se respete a sí misma, lo primero que tiene que hacer es conocerse. Y España no se conoce. Por eso se disuelve.

 

Artículo publicado durante la primera legislatura zapateriana, entre 2004 y 2008, e incluido en España desquiciada

 

(Ilustración: Caricatura© de Julen Urrutia para el capítulo sobre la Monja Alférez de La nación falsificada, Ed. Encuentro 2006).