¿Zapatero en su Canossa?

En el año 1077 el emperador Enrique IV tuvo que presentarse en la ciudad italiana de Canossa para implorar del papa Gregorio VII el levantamiento de la pena de excomunión. De este hecho nació el dicho –utilizado sobre todo en lengua alemana– “ir a Canossa” para expresar el desagrado de la humillación y subordinación ante otra persona.

 

Nueve siglos después el portentoso autor inglés Hector Hugh Munro –más conocido por el sobrenombre de Saki– utilizaba el nombre de la localidad italiana para titular un breve relato incluido en el volumen The toys of peace, publicado pocos años después de su muerte en 1916 en las trincheras francesas. En él relataba las maniobras de unos atribulados ministros, necesitados de poner en libertad a un terrorista por motivos electoralistas, que se encontraban con la negativa del preso a salir de la cárcel si no era acompañado por una banda de música. Finalmente, para resolver el problema provocado por una huelga de músicos, los propios ministros se encargaron de tocar los instrumentos para que el terrorista pudiese salir de la cárcel con la debida dignidad.

 

El pulso mantenido por el terrorista de Juana Chaos y el gobierno español no deja de ser sorprendentemente parecido a la historia imaginada por Saki: un terrorista orgulloso de serlo que ha explicado en numerosas ocasiones el placer que le produce el dolor de sus víctimas; un gobierno preocupado por los efectos en las urnas de sus medidas penitenciarias y negociadoras con el mundo terrorista; una legislación y un poder judicial que desconciertan a la ciudadanía; y, ahora, un preso al que, sabedor de la debilidad del contrario, sólo le falta exigir banda de música para acompañar la excarcelación que tan oportunamente le han regalado.

 

Los políticos españoles –de no importa qué partido– tienen que darse cuenta de que los ciudadanos están percibiendo de forma creciente que en todo este asunto hay demasiado de improvisado y demasiado poco de comprensible. Los ciudadanos no comprenden que la aplicación de las leyes, la actuación de las fuerzas de seguridad del Estado y la de los órganos judiciales dependan y respondan a las necesidades de un gobierno en un momento dado, pues ello significa la muerte del Estado de Derecho. Los ciudadanos no comprenden cómo es posible que el único país de la Unión Europea aún castigado por el terrorismo –tras la desaparición de las Brigadas Rojas, la Baader-Meinhof y otros grupos terroristas que ensangrentaron Europa hace un par de décadas– sea el que tiene la legislación menos rigurosa y más inoperante, como demuestran las risas y los desafíos con los que diariamente obsequian a sus víctimas y juzgadores los terroristas seguros de que no tardarán en regresar a sus casas como héroes de la patria vasca oprimida. Los ciudadanos no comprenden el trato de favor, ni las medidas excepcionales, ni los contactos con terroristas como si fuesen interlocutores salidos de las urnas, ni el borrón y cuenta nueva, ni las entrevistas periodísticas a terroristas presos, evidencias, todas ellas, de que España no es un país serio. Los ciudadanos perciben como una grave injusticia que un asesino condenado a miles de años de prisión no cumpla ni los treinta que fija la legislación española como pena máxima, que posteriormente se improvise un alargamiento de la pena para evitar la alarma social mediante el recurso a unos artículos por cuya escritura se pretende imponer una pena de similar duración a la merecida por una veintena de muertes, y que finalmente el tiempo a pasar en prisión se ande modificando, subiendo y bajando, como si se tratase del regateo de una mercadería en un bazar.

 

Con toda esta confusión –y con todo lo que rodea esta claudicación camuflada de proceso de paz– lo único que se está consiguiendo es el agravamiento de la desconfianza de los ciudadanos hacia todos los poderes del Estado, empezando por unos gobernantes sin responsabilidad y unos parlamentarios de patio de colegio, y concluyendo por unas leyes bajo cuya pesada losa yace aplastada la justicia. Y el resultado de tamaña deslegitimación del Estado no suele acabar desembocando en nada bueno.

 

A pesar de sus esfuerzos, los gobernantes del cuento de Saki acabaron perdiendo las elecciones porque, al tener que sustituir a la fuerza a los músicos en huelga, el pueblo no les perdonó por esquiroles. Desasosegante parábola.

 

 

 

Artículo publicado durante la primera legislatura zapateriana, entre 2004 y 2008, e incluido en España desquiciada