La muerte de la autoridad

–Son cosas de la edad –explicó con una complaciente sonrisa la madre que había llevado a su quinceañera hija a Barajas para desmayarse de histeria a la llegada del grupo musical de sus delirios–. Sí, sé que esto es desquiciado, pero ya se le pasará dentro de un par de años. Además, al fin y al cabo la comprendo pues yo hice lo mismo cuando vinieron los Beatles en el 65.

 

Ésta es la clave del aparente misterio del desquiciamiento de nuestra juventud: que esa madre no puede ni sabe orientar a su hija ni servirle como ejemplo de lo que una persona equilibrada debe y no debe hacer. Y es el problema de toda una generación –la que ahora, en la plenitud de la madurez, opina y gobierna en España y en todo Occidente– que creció y se forjó en el desprecio a toda autoridad; una generación, la que fue joven durante la década prodigiosa, que tomó como ideal de vida el maremágnum de consignas del mayo del 68, esa morbosa sacudida que tanto bueno destruyó y nada bueno aportó.

 

Prohibido prohibir; Sé realista: pide lo imposible y otras simplezas por el estilo fueron repetidas con litúrgica devoción por rebaños de jóvenes que se creyeron artífices de un nuevo hombre que vendría a purificar el mundo en nombre de la libertad.

 

La autoridad era el Mal. Pero no en el sentido según el cual el abuso de autoridad había sido denunciado desde Platón y Aristóteles hasta la institución del Estado de Derecho pasando por Francisco de Vitoria, Juan de Mariana o Montesquieu. La autoridad ya no era mala por ser susceptible de abuso, sino que se declaró a toda autoridad intrínsecamente perversa por el mero hecho de existir. La autoridad del Estado como regulador de la vida social de los ciudadanos, del policía como mantenedor del orden público, del ejército como brazo armado de la nación, del profesor sobre los alumnos por el conocimiento que debía transmitirles, de los padres sobre los hijos a los que debían educar según principios de virtud… Todo eso había pasado a ser la causa de los males del mundo. El lema Ni Dios, ni patria, ni padre, ni patrón fue instaurado como el nuevo credo progresista que venía a sustituir los viejos moldes y a instaurar la felicidad sobre la Tierra.

 

Lo angustioso es que ahora haya quien se sorprenda del maltrato a los padres por los hijos, de que el incivismo y la violencia callejera hayan convertido las ciudades en espacios hostiles, de la guetización de las urbanizaciones para evitar la delincuencia, de la alcoholización masiva de nuestros adolescentes, del abandono de nuestros ancianos, del olvido de la cortesía y el respeto, de la violencia en las aulas, de la indefensión y desmotivación de nuestros docentes, del odio a la tradición, del menosprecio a la cultura… y tantos otros síntomas de la desintegración de toda una civilización.

 

Y todavía se cree que esto se solucionará reinstaurando la selectividad y devolviendo la historia y el latín a las aulas. Como si en eso consistiera todo y se pudiera fabricar hombres justos y benéficos por decreto-ley.

 

El problema es mucho más profundo y ninguno de nuestros políticos lo va a solucionar porque son incapaces de comprender la raíz espiritual de la cuestión. Tan incapaces como que ellos no son la solución sino parte del problema.

 

Artículo publicado durante la primera legislatura zapateriana, entre 2004 y 2008, e incluido en España desquiciada