Una vez pasado el fin del mundo

Una vez más el fin del mundo pasó de largo. Ni calendarios ni cometas ni milenarismos, de los que hemos andado sobrados en los últimos años, parecen haber acertado. Y todavía nos quedan Nostradamus y San Malaquías para seguir asustándonos.

 

Pero lo desasosegante es que, creencias aparte, simplemente mediante el raciocinio podemos llegar a conclusiones parecidas. Misteriosa pero contundentemente, se extiende cada vez más la sensación de fin. No es fácil encontrar una explicación racional; más bien parece algo que flota en el ambiente, una sensación indefinible que acaba siendo percibida por personas muy dispares. Unos llegan a ella por motivos económicos, otros por motivos sociales, otros por medioambientales, otros por demográficos, otros por morales, otros por tecnológicos, pero el denominador común es que algo les dice que la Humanidad no va por buen camino. Todos los datos, reflexionados o intuidos, convergen hacia un mismo punto: el futuro económico es negro, la sociedad se deshace, la nación se disuelve, la convivencia empeora, el planeta se rebela, el desorden mundial se agrava, el hombre cae… 

 

La consecuencia de todo ello es la desesperanza: no se encara la vida con optimismo, no se confía en que se recogerán en el mañana los frutos de una vida de trabajo, no se hacen planes a largo plazo, no se tienen hijos, incluso se los mata antes de nacer… 

 

Lo contrario a la generación de nuestros padres, que enfilaron sus vidas con una energía y una confianza difíciles de concebir hoy, lo que se tradujo en todo lo que emprendieron y los muchos hijos que tuvieron. Quizá los más inmunes a esta sensación sean los que se dicen progresistas, esos cándidos incorregibles, pero crece cada día el número de quienes, viejos o jóvenes, no pueden dejar de percibir un horizonte que, oculto por la niebla, esconde una amenaza.

 

El Diario Montañés, 8 de enero de 2013