Adiós, España. Verdad y mentira de los nacionalismos

La literatura sobre el tan manido tema de los nacionalismos periféricos es abundante, sobre todo a raíz de su auge electoral y el consiguiente chantaje ejercido sobre el gobierno de la nación. La cuestión ha sido abordada desde numerosos puntos de vista, si bien todos han coincidido en dos puntos principales: el primero es la descalificación del modus operandi nacionalista desde la doble acusación, casi generalizada, de coacción a los «no nacionalistas» y de afán indisimulado de saltarse las «reglas de juego» –una «débil metáfora», como acertadamente indica Gustavo Bueno–, es decir, el conjunto de leyes del Estado, encarnado en la Constitución y los Estatutos de Autonomía. En segundo lugar, los enemigos del nacionalismo han esgrimido la crítica a la idea de identidad. Según ellos, los nacionalismos periféricos son «excluyentes» y contrarios a la «convivencia». Aunque no se define de manera precisa lo que se quiere decir con «excluyente», ya que cualquier calificativo lo es, cabe pensar que el término supone una crítica de los nacionalismos «etnicistas» más arquetípicos.

 

El libro de Jesús Laínz supone un cambio total en la perspectiva de la crítica a los nacionalismos periféricos. Por un lado, el trabajo exhibe una aplastante documentación demostrativa de cómo todos los teóricos nacionalistas de cierto renombre –si los hubiere– han manipulado e inventado una historiografía a la medida de sus tesis. El nacionalismo más analizado en el libro es el vasco, aunque el catalán y el gallego también se llevan su parte. La crítica de Laínz rebaja en muchos casos las pretensiones nacionalistas a chuscos ejercicios de obcecación e inventiva cuando no de calculada perfidia. En algunas ocasiones, la historiografía nacionalista –que Laínz recoge en sus fuentes originarias– rebasa los límites del ridículo cuando se contrasta con la documentación histórica. El problema nacionalista queda transformado así en una manipulación deliberada de la realidad histórica, de manera que lo que antes era un problema político pasa ahora a ser primeramente un problema moral.

 

Pero por otro lado, y ésta es otra innovación radical que introduce Laínz en su estudio, la idea de identidad no es considerada intrínsecamente perversa, tal como pretende la crítica liberal al nacionalismo o el «patriotismo constitucional» impulsado por el Partido Popular. Desde el enfoque del autor, la identidad propia es una idea legítima que ha garantizado no sólo la misma existencia de España a través de la historia, sino la de cualquier grupo humano. En nuestro caso concreto, la «nación de ciudadanos» que anhelan los neoconservadores de todo el mundo ni impulsó ni estuvo en la base de la nación española y, en el fondo, no deja de ser una abstracción de corte legalista. Los dos pilares básicos de la crítica que Laínz hace del nacionalismo convergen en el inspirado capítulo final titulado «los nacionalismos ante la globalización». Verdadera síntesis de la obra, en dicho capítulo el autor afirma que los nacionalismos periféricos no son perniciosos por ser identitarios, como afirman los ideólogos del Nuevo Orden Mundial, sino que lo son porque defienden identidades falsas. Jamás existió una Euskal Herria independiente, ni con pretensiones de serlo. Jamás Cataluña en su historia aspiró a ser una nación fuera de las veleidades de los ideólogos nacionalistas, y jamás Galicia tuvo aspiraciones de construir un Estado propio. Todas esas comunidades, tan «históricas» como Andalucía o Asturias, tienen su razón natural en el ser común de España, del cual participan y con el cual colaboraron siempre. Pero, además, la idea de identidad es un sólido valladar contra la tiranía de la homogeneización globalizadora. Al tomar conciencia de sí, la identidad comunitaria se da a sí misma el Estado como forma de organización política, de manera que el Estado nación es la primera garantía de la libertad y la justicia frente a un mercado anónimo cuyo primer interés es el poder absoluto.

 

Obra escrita en un tono ameno y a menudo francamente divertido, supone un aplastante filón de datos sobre la génesis de los nacionalismos periféricos y de sus invenciones. A modo de crítica menor, diríamos que hay una cierta descompensación de los estudios sobre el caso vasco, pero, por el contrario, hay que decir que el autor no deja nada en el tintero cuando aborda el caso de los restantes nacionalismos.

 

Sin duda el trabajo de Laínz es de lectura obligada para todos los interesados en la ingeniería ideológica nacionalista, y supone un auténtico desafío moral a todos aquellos que aplauden el éxito político de los nacionalismos. Las cuestiones planteadas por el presente libro podrán ser ocultadas o minimizadas por algún tiempo, como llevan haciéndolo veinticinco años el Gobierno Vasco, la Generalitat y la Xunta, pero antes o después exigirán ser respondidas ante el tribunal de la Historia. 

 

Veremos qué sucede entonces.

Eduardo Arroyo

El Manifiesto, nº 1, cuarto trimestre de 2004