La arenga patriótica más importante de la Guerra de Independencia fue obra de un catalán, exaltador del espíritu español frente al invasor, y crítico implacable del tirano Napoleón.
España no está conmemorando como sería menester el bicentenario de la Guerra de la Independencia. Ni los actos que se celebran tienen la altura que cabría esperar y exigir –para botón de muestra, baste el increíble desprecio de la Casa Real a la victoria del General Castaños en Bailén, perfectamente acorde, eso sí, con el comportamiento de sus antepasados–, ni la interpretación que se está dando de aquellos acontecimientos es la genuina.
El pueblo español, que fue entonces cuando se convirtió en nación política al verse obligado por la necesidad, abandonado por sus reyes, abandonado por buena parte de las élites dirigentes, a tomar las riendas de su propio destino, no se batía por la libertad, y tampoco por la Constitución que una minoría patriótica y bien intencionada, pero nada representativa, le dio en Cádiz, sino contra el invasor y por su independencia, encarnada en el Deseado Fernando VII. Pobre pueblo que ponía sus esperanzas en semejante monarca.
Sin embargo, en medio de esta generalizada indiferencia y tergiversación de nuestra Guerra de la Independencia, de vez en cuando surgen destellos que nos devuelven las cosas tal como de verdad fueron. Y para ello nada mejor que dejar hablar a los propios españoles de hace doscientos años, devolverles la voz, como ha hecho Jesús Laínz al editar con un estudio introductorio el famoso Centinela contra franceses que escribió el barcelonés Antonio de Capmany y de Montpalau en 1808, poco después de la primera expulsión de los franceses de Madrid.
Laínz, que se dio a conocer al gran público con su Adiós España. Verdad y mentira de los nacionalismos (Encuentro, 2004), una extraordinaria summa contra los desvaríos nacionalistas, inició a continuación, con su libro La nación falsificada (Encuentro, 2006), una tarea no menos importante para recuperar la auténtica memoria de esta nación: la de recordar la contribución a sus glorias de los españoles de todas las regiones, también los de aquellas en las que en la actualidad predominan política y socialmente los partidarios de una construcción nacional que pretende la destrucción de la nación histórica sobre la base de la falsificación del pasado. Y en esos españoles ilustres encaja, como no podía ser de otra forma, el historiador, filólogo y hombre político catalán que fue Antonio Capmany.
En 1808 no hubo tibiezas ni diferencias regionales en la fiebre patriótica que sacudió a toda España. "Cada provincia se esperezó y se sacudió a su manera. ¿Qué sería ya de los españoles, si no hubiera habido Aragoneses, Valencianos, Murcianos, Andaluces, Asturianos, Gallegos, Extremeños, Catalanes, Castellanos, etc.? Cada uno de estos nombres inflama y envanece, y de estas pequeñas naciones se compone la masa de la gran Nación, que no conocía nuestra sabio conquistador a pesar de tener sobre el bufete abierto el mapa de España a todas horas" (págs. 134-135).
Ésa es la España real, una en su rica y ya tópica pluralidad. Hay quien ha dicho que este Centinela contra franceses es "el texto más exaltador de España que se ha escrito nunca", mas, en realidad, su autor no buscaba directamente esa exaltación nacional. Lo que pretendía, y logró, era hacerse portavoz del grito de indignación de una nación injustamente mancillada por el invasor extranjero, y exponer ante el mundo la vergüenza del comportamiento brutal e inmoral del hombre, aclamado y seguido por muchos, aún hoy admirado, que llevó a cabo esa profanación de nuestro suelo, Napoleón Bonaparte.
Capmany es implacable con el tirano. Y si su obra produce la impresión de una exaltación del pueblo español, lo es por el contraste que provoca la furiosa reacción de éste frente al invasor con la manera en que el resto de los pueblos de Europa soportaron las campañas napoleónicas. Por lo demás, el barcelonés era perfectamente consciente de los vicios de nuestro gobierno y de nuestras elites dirigentes de la época, que nos hicieron presa de las ambiciones del corso. Transita por todo este libro un muy español "yo ya lo había advertido", que se ceba en la debilidad de Carlos IV y en la incapacidad del valido Godoy, hoy rehabilitado a medias, pero sin que haya cambiado el juicio histórico de que no supo estar a la altura que requerían las complicadas circunstancias internacionales que le tocó vivir.
Sí, debemos recordar la Guerra de la Independencia. La invasión francesa nos metió de golpe –a golpes, habría que decir– en la contemporaneidad, imposibilitó una transición ordenada del Antiguo Régimen al liberalismo, dejó un país dividido políticamente y acostumbrado a la guerra de facción, precipitó la pérdida de las colonias americanas; sus consecuencias marcaron indeleblemente todo nuestro siglo XIX y, a su vez, los fracasos de éste explican la historia de España en el siglo XX.
Luis Míguez
Decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Santiago de Compostela
El Semanal Digital, 26 de julio de 2008