Prólogo breve para un montañés intrépido

No es todavía un “insigne polígrafo”, como el otro, pero todo se andará. De momento, Jesús Laínz es simplemente un escritor que dará que hablar. Me produce mucho júbilo prologar este libro suyo, pero me habría gustado ser yo el autor. Vayan estas líneas para conjurar mi envidia.

 

Lo más sorprendente de este ensayo es su primera parte, con la atrevida tesis de que el nacionalismo onomástico se desparrama por Europa entera. Ese sí que es el verdadero rapto de Europa. Pero, para un lector español, la segunda parte del libro es la más provocadora y polémica. Es la crónica despiadada, inflamatoria y cáustica de hasta qué extremos de estolidez pueden llegar los delirios nacionalistas. El nacionalismo no es afirmar lo propio, sino despreciar lo ajeno y cercano; en este caso el resto de España (el “resto del Estado”, según la jerga). La hispanofobia es tan visceral que ni siquiera se puede calmar con el anhelo de la imposible secesión. Ya se sabe, cuanto mayor sea el grado de frustración, más agresión. La argolla última de esa cadena es el terrorismo, por lo menos en el terreno lingüístico. Ese episodio no produce miedo sino risa, como la fábula clásica del burro que comía higos.

 

Es una ilusión racionalista la creencia de que las lenguas están solo para comunicarnos o entendernos. Para empezar, en el mundo no hay una única lengua sino unos pocos miles de ellas. Bien es verdad que la mayoría no se escriben. En segundo lugar, las lenguas se extienden por razones políticas o de prestigio social. El resultado es que la lengua sirve también para no entenderse, para obstaculizar la comunicación. No otra cosa es la pertinacia de los caprichos onomásticos. El libro de Laínz es una estupenda ilustración de ese principio, aplicado sobre todo a la vieja Europa y particularmente a la valetudinaria España. Añado una observación mínima. En una vía de circunvalación de Madrid destaca este letrero: “A Coruña/A. Soria”. En ningún caso se quiere decir que por ese camino se viaje a La Coruña o a Soria. Simplemente, si se sigue ahí, podrá uno optar por tomar la “nacional VI”, que llega hasta La Coruña, o derivar hacia la avenida de Arturo Soria.

 

Lo peor de Europa es el nacionalismo, que existe en muchos países. Realmente es una versión del autoritarismo, como queda demostrado en este libro. Lo verdaderamente estúpido es el nacionalismo lingüístico. Sólo por ese factor, Europa dejará de ser un continente hegemónico en el mundo. Menos mal que para los españoles la lengua común no es nuestra lengua propia, porque lo es de una veintena de países.

 

La esquizofrenia onomástica que se relata en este libro no es más que el castigo por no seguir el consejo del franciscano inglés: Entia non sunt multiplicanda praeter necesitatem. La verdad es que no había necesidad de que los nombres de los lugares o las personas admitieran tantas variaciones. Bien está comprobar que el nombre hace a la cosa e, incluso, que un mismo nombre puede significar distintas cosas. Pero lo despistante y estéril es que un mismo lugar o una persona puedan tener distintos nombres. El despiste se hace ridículo cuando ese capricho se debe al forzado intento de hacer que una lengua desplace a la otra. Encima, en el caso español, la lengua que se intenta desplazar en algunas regiones es de comunicación internacional y cada vez más. En ese caso los nacionalistas lingüísticos no solo se olvidan de la Historia, sino que la falsifican con la ingenua esperanza de que sea pro domo sua. Pero eso es tan tonto como fabricar “duros sevillanos” a seis pesetas la unidad. El resultado dramático es que muchos españoles acaben menospreciando a España, cuyo nombre empieza a resultar vitando. Más que de antipatía, se trata de frenopatía.

 

Lo de la locura nacionalista no es solo asunto de “letraheridos” indolentes o de “jebos” cejijuntos; tiene amplias consecuencias económicas. No hay más que ver el hecho de que, hace más de un siglo, Barcelona y Bilbao eran los polos del desarrollo español. Actualmente esa polaridad se ha trasladado a Madrid y Valencia. También es verdad que en Valencia puede prender también la calentura nacionalista. En cuyo caso tampoco medraría mucho su economía.

 

Lo que más me entusiasma de Jesús Laínz es que anda sobrado de lecturas, en contraste con tantos ágrafos y analfanuméricos de la turba universitaria española. Me permito una minúscula discrepancia respecto a las tesis del autor. El montañés sostiene que el objetivo de los nacionalistas en España es la plena independencia de sus respectivas taifas. Mi opinión es que se trata más bien de una “independencia subvencionada” (ellos dicen “soberanismo”), subvencionada por lo que queda de España. Cataluña y Vasconia la han conseguido ya en la práctica y sin enmendar la Constitución. Ya es mérito.

 

Este libro será leído con regocijo por muchos españoles, pero será condenado al silencio por los nacionalistas ignaros y sus hoplitas intelectuales. Son los turiferarios establecidos del régimen. Conozco el paño.

 

Amando de Miguel

Prólogo de Desde Santurce a Bizancio. El poder nacionalizador de las palabras