Falsificar los nombres para inventar la nación

Frente a la idea de que el Estado sigue a la nación y ésta a la lengua, los nacionalistas han demostrado que la realidad se puede manipular desde el vacío, inventando todo. 

 

Cuando he leído este cuarto libro de Jesús Laínz he recordado con no poca nostalgia el que sin duda fue mi mejor curso de doctorado, uno que tuve mano a mano en 1993-1994 con don Ángel Martín Duque. Teóricamente el tema fue, según creo recordar, Cuadros de gobierno medievales, pero de lo que allí se habló fue del libro de Jon Juaristi, Vestigios de Babel. Para una arqueología de los nacionalismos españoles, que acababa de salir en 1992 y de revolucionar al hacerlo en parte el mundillo académico y en parte el político.

 

Ya, ya, Juaristi no es medievalista sino filólogo… pero si algo se aprende con don Ángel es, precisamente, que hay que ser muy tonto para creer que de verdad hay fronteras estancas entre las partes del saber. No las hay, desde luego, entre la filología, la historia y la cartografía, y un libro no es más o menos "académico" sólo por su número de notas bibliográficas al pie. Pues bien, algunos de los temas que el libro de Laínz aborda a fondo los anunciaba ya Juaristi en aquél y en El bucle melancólico y Sacra Némesis. Muchos años antes, un filólogo (¿o fue realmente sociólogo?), Victor Klemperer, diseccionó la manera de usar el lenguaje por uno de los nacionalismos más conocidos del siglo XX, en su Lingua Tertii Imperii, aplicando al verbo nazi alemán algunos de los análisis que Laínz extiende aquí sobre los nacionalismos españoles.

 

Laínz no tiene la formación filológica de Juaristi o Klemperer, ni la histórica de Stanley G. Payne que le prologó en su primer trabajo publicado, ni la sociológica de Amando de Miguel que lo hace en este caso. A cambio, el libro que publica Encuentro permite comprender como ningún otro el impacto de los nacionalismos sobre las identidades, partiendo de una primera parte que sitúa los nacionalismos regionales españoles en su contexto fáctico e ideológico europeo y una segunda que desmenuza sin piedad lo que los nacionalismos han hecho, desde su propio invención y sobre todo desde la Transición.

 

"La magia de poner un nombre a un territorio, una persona, un animal o una planta es una manera de imitar a la divinidad", como ha explicado en varios lugares, por ejemplo, José Enrique Ruiz-Domènec. Y así, si "la cristianización de los nombres fue una prueba de la integración de los pueblos bárbaros en la sociedad", "cambiar de nombre es un emisor de significados". El cambio de idiomas, de nombres propios, de mitos incluso, implica un cambio de identidades. Asistimos, a lo largo de más de un siglo y culminando ahora, a lo que Jesús Laínz describe: la manipulación lingüística como elemento esencial de la construcción nacional y de la destrucción de España derivada de esa construcción.

 

Si el libro de Jesús Laínz se hubiese limitado a acumular datos y a ponerlos en relación tendríamos, nada más, un libro académico, o en todo caso una adecuada respuesta a las soflamas nacionalistas de pretendida, y fallida, base científica, como han sido las de Jimeno Jurío o de Federico Krutwig [Sarrailh de Ihartza]. Sería un libro interesante y útil, como éste. Pero éste, además, tiene la ventaja de haber sido escrito por un español al que le fue dado el privilegio de la ironía, y el resultado es un libro destructivo contra el nacionalismo, cargado de argumentos poderosos, pero sobre todo irónico y divertido. Después de leer este libro uno tiene ganas de encontrarse con unos cuantos amigos nacionalistas, o sumisos acomplejados al nacionalismo, porque es cáustico, cruel, hiriente, inteligente y muy divertido al señalar los mil y un resbalones de pura necedad en los que han caído las construcciones nacionales, especialmente la vasca, la catalana y la gallega, pero no sólo.

 

Hacía falta un libro de lucha intelectual contra la tiranía nacionalista, y aquí está. Cuando ustedes lo lean, además, descubrirán que es un libro agradable de leer, fácil de regalar y divertido. Lo que piden los tiempos.

 

Pascual Tamburri

El Semanal Digital, 24 de julio de 2011