Atrapados en 1934

En la vida de todas las naciones hay años que no son como los demás, y por eso son recordados de manera especial. Los motivos de su singularidad son muy variados: alegres o tristes, victoriosos o desastrosos, pero en cualquier caso marcadores de un antes y un después. Por ejemplo, desde muy niños todos los ingleses llevan grabados en sus corazones el 1066 de la batalla de Hastings y el 1805 de la de Trafalgar. Probablemente no haya francés que no señale 1789 como el año más destacado de la historia de su patria y 1870 como el más doloroso, del mismo modo que los alemanes rememoran dicho año con alegría y 1918 y 1945 con aplastante dolor.

 

Prácticamente olvidados el 711 de Guadalete, el 1212 de Las Navas y el 1808 de la francesada, en España sobresale el extraordinario 1492, aunque aumentan a diario los que, por un motivo u otro, lo rechazan. Junto a él destacan, más recientes, el luctuoso 1898 y el bélico 1936. Todas ellas son encrucijadas de nuestra historia, momentos en los que España, para bien o para mal, cambió. 

 

Ese trascendental 1936 ha dejado en segundo plano otra fecha muy próxima sin cuya influencia, sin embargo, probablemente no hubiese adquirido la trágica importancia de ser el año en el que estalló la Guerra Civil. Se trata, naturalmente, de aquel 1934 en el que se sentaron las bases para el gran enfrentamiento que comenzaría dos años después.

 

El primer acto de la tragedia, en este caso con ropajes de comedia, fue el extraño parto de una república proclamada en abril de 1931 tras una clara victoria monárquica en las elecciones municipales. Pero, a pesar de dicha victoria, el régimen monárquico, empezando por el propio Alfonso XIII, tomó la decisión de suicidarse. Así comenzó su extraña andadura una Segunda República que muchos concibieron como patrimonio privado de los partidos izquierdistas.

 

Tan peculiar concepción del nuevo régimen fue lo que provocó que, al vencer las derechas en las elecciones de 1933 con el doble de votos que las izquierdas, buena parte de éstas lo consideraran inaceptable. El presidente Alcalá Zamora cedió a la antidemocrática presión de quienes protestaban por la presencia en el gobierno de miembros de la CEDA, el partido más votado, y acabó encargando su formación al radical Lerroux, sustentado en el Parlamento por el victorioso partido de Gil Robles.

 

Al llegar el cambio gubernamental de octubre de 1934, con la introducción en el gobierno de tres ministros de la CEDA, la izquierda hizo estallar la revolución para evitar la llegada de los “fascistas” al gobierno. Fue en ese momento cuando los republicanos le pegaron a la República el primer tiro en la sien: las izquierdas situaron sus objetivos revolucionarios y totalitarios por encima de la Constitución que ellas mismas habían redactado. El egregio republicano Salvador de Madariaga lo recordaría desde el exilio con palabras contundentes: 

 

“El alzamiento de 1934 es imperdonable. La decisión presidencial de llamar al poder a la CEDA era inatacable, inevitable y hasta debida desde hacía ya tiempo. El argumento de que Gil Robles intentaba destruir la Constitución para instaurar el fascismo era a la vez hipócrita y falso. Hipócrita porque todo el mundo sabía que los socialistas de Largo Caballero estaban arrastrando a los demás a una rebelión contra la Constitución de 1931, sin consideración alguna a lo que se proponía o no Gil Robles; y, por otra parte, a la vista está que el presidente Companys y la Generalitat entera violaron también la Constitución. ¿Con qué fe vamos a aceptar como heroicos defensores de la República de 1931 contra sus enemigos más o menos ilusorios de la derecha a aquellos mismos que para defenderla la destruían? (...) Con la rebelión de 1934, la izquierda española perdió hasta la sombra de autoridad moral para condenar la rebelión de 1936” .

 

Idéntica opinión mantuvo Julián Marías al afirmar sobre octubre de 1934 que “la República murió entonces. Fue la negación de la democracia, el no aceptar el resultado de unas elecciones limpísimas” . 

 

Con la insuperable autoridad conferida por su calidad de presidente de la República en el exilio, Claudio Sánchez-Albornoz dejó claro que “la revolución de octubre, lo he dicho y lo he escrito muchas veces, acabó con la República” .

 

Pero el dato definitivo es el arrepentimiento de uno de los principales protagonistas de la fracasada revolución, Indalecio Prieto. Esto afirmó el dirigente socialista el 1 de mayo de 1942 en el Círculo Cultural Pablo Iglesias de México: 

 

“Me declaro culpable ante mi conciencia, ante el Partido Socialista y ante España entera, de mi participación en aquel movimiento revolucionario. Lo declaro como culpa, como pecado, no como gloria. Estoy exento de responsabilidad en la génesis de aquel movimiento, pero la tengo plena en su preparación y desarrollo. Por mandato de la minoría socialista, hube yo de anunciarlo sin rebozo desde mi escaño del Parlamento”.

 

Pero faltaba todavía el segundo tiro en la sien. Pues con la muy irregular victoria de las izquierdas en las elecciones de febrero de 1936 se amnistió a todos los condenados por los sucesos de 1934 y se restableció el suspendido Estatuto catalán. Por si quedaba alguna duda, aquél que muchos siguen obcecados en reivindicar como un régimen legítimo y una democracia equiparable a las demás europeas confirmó que en él la ley y la justicia dependían del interés de los partidos triunfantes en cada momento. La revolución y el caos estaban servidos. Y la respuesta violenta, también. Como explicó a menudo Sánchez-Albornoz, los republicanos, “por no haber sabido mantener el orden, cayera quien cayera”, prepararon el terreno para que Franco se sublevara. E incluso llegó a señalar, con nombres y apellidos, al principal culpable de la Guerra Civil: su compañero de bando Francisco Largo Caballero.

 

A pesar de la evidencia manifestada por las personalidades republicanas mencionadas, y por tantas otras, los izquierdistas de los tiempos de la Transición comenzaron a olvidarse del examen de conciencia al que se vieron forzados por la derrota y el exilio y comenzaron a reivindicar de nuevo la legitimidad del golpe del 34. Con veinte años de retraso, el que fuera ministro de la Presidencia y Educación José Manuel Otero Novas relató una significativa anécdota:

 

“La noche del 30 de abril al 1 de mayo de 1976 le pedimos a Felipe González y otros dirigentes socialistas que suprimieran de un libro en ciernes una reivindicación orgullosa de su golpe de Estado de 1934. Les argumentamos que no era un buen comienzo de la democracia defender un ataque violento a las instituciones democráticas. Y se negaron. Salió la reivindicación. Y en 1984, el PSOE ya en el poder celebró en muchos puntos de España el cincuentenario del golpe, después de haber erigido estatuas a Prieto y a Largo Caballero, junto a la de Franco, al pie de los Nuevos Ministerios” .

 

Pero no recae en la izquierda toda la responsabilidad por la reinterpretación interesada de aquellos trágicos momentos de nuestra historia, reinterpretación que tan largos y profundos efectos está teniendo en la vida política presente. Pues gobernaba el Partido Popular de José María Aznar con mayoría absoluta cuando en la muy simbólica fecha del 20 de noviembre de 2002, mientras el Prestige se hundía frente a las costas gallegas, el Congreso de los Diputados aprobaba por unanimidad una resolución condenatoria del golpe del 18 de julio de 1936 y el régimen salido de él:

 

“El Congreso de los Diputados, en este vigésimo quinto aniversario de las primeras elecciones libres de nuestra actual democracia, reitera que nadie puede sentirse legitimado, como ocurrió en el pasado, para utilizar la violencia con la finalidad de imponer sus convicciones políticas y establecer regímenes totalitarios contrarios a la libertad y a la dignidad de todos los ciudadanos, lo que merece la condena y repulsa de nuestra sociedad democrática”.

 

Pero del golpe de octubre de 1934, de sus miles de víctimas mortales y de sus perniciosas consecuencias para un orden constitucional que quedaría gravemente herido, no se acordó nadie.

 

De este modo, debido a la sólida ignorancia y la permanente parálisis del Partido Popular, se pavimentó el camino hacia la sectaria Ley de la Memoria Histórica de 26 de diciembre de 2007 –perpetuamente presente en los medios de comunicación nueve años después de su promulgación–, así como al muy simbólico derribo de la estatua de Franco que acompañaba en los Nuevos Ministerios madrileños a las de Prieto y Largo Caballero. El juicio histórico quedaba claro: el golpe de estado de Franco en 1936 fue ilegítimo y digno de oprobio, mientras que el de los socialistas –y los separatistas catalanes– en 1934 fue legítimo y merecedor de homenaje.

 

***

 

Aunque la revolución se extendió por toda España, los dos principales focos fueron la Asturias minera, con dos mil muertos entre civiles y militares, y la Cataluña gobernada por la Esquerra Republicana de Lluís Companys.

 

Para comprender aquel octubre de 1934 en Cataluña, pocos documentos más valiosos que el libro de Enrique de Angulo Diez horas de Estat Català. Pues, corresponsal de El Debate en Barcelona, fue testigo de los acontecimientos que se desarrollaron durante la noche del 6 al 7 de octubre provocando la muerte de cuarenta y seis personas, el encarcelamiento de tres mil, la condena de Companys y demás miembros de su gobierno a treinta años de prisión por el delito de rebelión militar y la suspensión de la autonomía catalana.

 

De nada sirve repetir aquí los acontecimientos relatados por Angulo, pero sí merece la pena reflexionar sobre los notables paralelismos entre lo sucedido aquellos días y la situación política actual. Para bien y para mal, la naturaleza humana es la misma en cualquier época y lugar, y los movimientos políticos, aunque evidentemente sujetos al inevitable paso del tiempo, suelen atesorar un núcleo ideológico inamovible que tarde o temprano acaba aflorando. Por eso conocer la historia puede ayudar mucho a comprender el presente.

 

Pues el autor comenzó recordando a sus lectores de 1934 que aquel estallido de violencia de los separatistas de izquierdas no habría sido posible sin “el continuo fomentar de la rebeldía de Cataluña” por parte de la derechista Lliga de Prat y Cambó durante los cuarenta años transcurridos desde los días de las Bases de Manresa. Y junto a la acción de los separatistas, la otra clave de su éxito había sido, según Angulo, la complicidad de “la mayor parte de los políticos españoles de las tres últimas décadas, que se prestaron a ser juguete de los catalanistas a pesar de la diáfana claridad con que Prat de la Riba proclamó en La nacionalitat catalana sus ansias y sus propósitos separatistas en forma que al más necio no le podía caber duda de sus intenciones”.

 

Efectivamente, una de las ideas más repetidas por Enrique de Angulo fue la responsabilidad de los gobiernos republicanos, tanto los de derechas como los de izquierdas, por abandonar a los catalanes que defendían España y por su “interminable serie de claudicaciones” ante los separatistas, empezando por unas competencias estatutarias que iban a ser utilizadas para dinamitar el Estado desde dentro.

 

Aunque se trate del ya lejano año de 1934, la lista de atropellos parece haber sido escrita hoy: la radio como instrumento de propaganda a servicio del poder, la policía como inmejorable herramienta para preparar la insurrección, la depuración de oficiales notoriamente antiseparatistas, la “delictiva benevolencia del fiscal” ante las continuas vulneraciones de la ley, la malversación de fondos ante cuya denuncia Companys se sintió gravemente ofendido, el incumplimiento de las sentencias del Tribunal de Garantías Constitucionales, la organización de manifestaciones y sesiones solemnes en el Parlamento en apoyo del desacato, la consideración de las votaciones autonómicas como superiores al orden constitucional, las ofensas a la bandera española y su retirada de los edificios públicos e incluso la utilización de los partidos de fútbol amistosos –el Brasil-Cataluña de junio de 1934– como altavoces para la causa separatista.

 

“Si es desolador el balance de hechos que antecede, más triste es todavía considerar que todo ello no hubiera podido verificarse sin la anuencia y el apoyo de los Gobiernos de Madrid. Sus claudicaciones son las verdaderas causas inmediatas del movimiento de rebeldía”.

 

Cuando, refiriéndose a Napoleón Bonaparte y a su sobrino Napoleón le Petit, Karl Marx acuñó su celebérrima frase sobre la historia repitiéndose dos veces, la primera como tragedia y la segunda como farsa, no pudo prever que lo que podría suceder en la España de los siglos XX y XXI quizá fuese lo contrario. Pues, si se dejan al margen los muertos, la incompetencia de los gobernantes españoles y la ruptura de un orden constitucional que acabaría desembocando dos años después en una sangrienta guerra civil, lo de la Cataluña en 1934 fue una gloriosa astracanada: proclamas inflamadas, desfiles, francachelas, fanfarronadas, frenesíes patrióticos, lágrimas y abrazos que se transformaron en unas pocas horas en desmayos, en lamentos, en acusaciones de traición, en cuatro cañonazos de fogueo para asustar, en miles de aguerridos escamots escondidos bajo sus camas, en carreras por las alcantarillas... todo ello aderezado con las peripecias eróticas de dos de los principales protagonistas, el presidente Companys y Miquel Badía, Capità Collons para los amigos, que compartían los favores de una bella camarada casada con un pobre infeliz, favores que acabarían provocando la probable participación de Companys en el asesinato de Badía a su regreso del exilio tras el indulto de febrero de 1936. 

 

En 1934 no le faltó nada a la farsa. ¿Llegará en 2016 el turno de la tragedia? Porque los problemas que acabaron desatando la rebelión separatista de 1934 volvemos a encontrarlos hoy repetidos y aumentados. Companys y compañía, ni en el más loco de sus sueños, jamás habrían podido imaginar el predominio ideológico conseguido por sus sucesores tras cuatro décadas de utilización totalitaria de los instrumentos de autogobierno puestos en sus manos por el orden constitucional español. Por otro lado, la desaparición del Estado a causa de la delictiva vulneración del ordenamiento jurídico por parte de un gobierno tras otro no parece que tenga fácil remedio. Finalmente, unas izquierdas crecientemente inclinadas a no oponerse e incluso a apoyar los postulados separatistas complementan la grave amenaza que se cierne sobre el régimen de 1978 en ésta su fase terminal.

 

Dada la intensa aceleración de los acontecimientos políticos, no tardaremos en conocer el final de la historia.

 

Jesús Laínz

Prólogo a la nueva edición de Enrique de Angulo, Diez horas de Estat Català, Ed. Encuentro, Madrid 2016