La lengua retorcida

Si España tuviera un Estado dispuesto a defender un poquitín a la nación, Jesús Laínz debería estar en nómina de ese Estado. Pocos han hecho una labor en defensa de nuestra patria como este santanderino nacido en 1965. Lo que pasa es que España tiene un Estado que fundamentalmente se dedica, desde hace mucho, a promocionar (¡y a subvencionar!, ¡y a enaltecer!) los elementos que quieren destruirla. Por eso, la labor de Jesús Laínz ha sido siempre a la contra. Contra la corriente ideológica dominante en los medios, y contra los elementos (¡y menudos elementos!) de la España oficial. O sea, contra las comunidades autónomas jactanciosas, contra los mitos regionales ridículos, contra el aldeanismo elevado a los altares y contra los embustes que el sistema educativo difunde como indiscutibles. Lean su Adiós, España. Verdad y mentira de los nacionalismos, con prólogo de Stanley G. Payne, o su Negocio y traición, o su Desde Santurce a Bizancio, entre otros.

 

Pues la obra que nos ocupa hoy, La lengua retorcida, sigue en la misma línea, aunque de otra manera, no sé si calificar como más divertida o más liviana. Lo primero que hay que decir es que el libro tiene un prólogo del gran Amando de Miguel, que no llegó a verlo publicado: murió muy pocos días antes de que la obra saliera de la imprenta. El llorado profesor, sociólogo, articulista, novelista (me resisto a usar el degradado término intelectual) fue quien animó a Laínz a emprender la escritura de este libro. El maestro De Miguel, muy aficionado a los entresijos y las curiosidades del idioma, solía intercambiar información y anécdotas con Laínz, que también se ha ocupado siempre de cuestiones lingüísticas (sobre todo en Desde Santurce a Bizancio), y convenció a su amigo de que reuniera la documentación que tenía sobre «disparates, pedanterías, manipulaciones y otros artificios lingüísticos» (que tal es el subtítulo de la obra) y se pusiera a trabajar sobre ella. Además, el generosísimo Amando puso a disposición de Laínz todo el abundante material que había ido recogiendo durante décadas. Y este volumen es el fruto de ello.

 

El libro, escrito con un sutil tono sarcástico (unas veces jocoso y otras desesperanzado), analiza, por un lado, las adulteraciones lingüísticas, las prevaricaciones idiomáticas, las manipulaciones dolosas que cometen con nuestra lengua quienes mienten, deforman y trapacean con espurios fines políticos. Por otro lado, nos expone una divertida colección de disparates, curiosidades y deformaciones originadas por la ignorancia, la cursilería, la vanidad o el desmaño.

 

Laínz nos habla, por ejemplo, de los dislates del politiqués (término ya generalizado que es creación del propio Amando de Miguel). De sus palabras sagradas, de su tendencia al esdrujuleo y al polisilabismo. De la palabrería vacua, de la afectación estomagante. Pero el politiqués no es un asunto meramente gracioso: muchas veces consiste en el escamoteo de algunas expresiones y la invención de otras para ocultar la realidad o maquillarla. Para hacernos tragar lo repugnante sin que nos demos cuenta. Laínz comenta, por ejemplo, la expresión eufemística «interrupción voluntaria del embarazo», que es una trampa lingüística para ocultar el hecho de que el aborto implica muerte. También nos explica Laínz que el totalitarismo usa el lenguaje para sus fines de dominación, como demostró George Orwell en su 1984. Laínz piensa que el lenguaje políticamente correcto, esa insoportable neolengua de nuestro tiempo, es un «totalitarismo blando», que tiene distintas ramificaciones, por ejemplo, las climáticas y las de género. Por supuesto, el autor da un repaso al llamado lenguaje inclusivo y a las aberraciones morfológicas y léxicas a las que da lugar. Ojalá esta jerga fuera solo ridícula, y no corruptora y destructiva.

 

Nos habla también Laínz de la invasión de extranjerismos, antaño franceses y hoy abrumadoramente anglosajones. Y también trata el asunto del espanglish, en un capítulo en el que incluye un descacharrante texto de su paisano José María de Pereda fechado en 1868. Pero los capítulos del libro que me han parecido más interesantes son los dedicados a las manipulaciones lingüísticas perpetradas por el nacionalismo, especialmente por el vasco. Jesús Laínz dedica varios capítulos a estos asuntos, y explica, por ejemplo, la invención de nombres y apellidos eusquéricos por parte de Sabino Arana. Y aunque el propio PNV no quiere que se publiquen las obras de su fundador (les da comprensible vergüencita), Laínz rescata este párrafo suyo:

 

«¡Aún hay necios que se ríen de la distinción que hacemos de los apellidos! El apellido es el sello de la raza: si un apellido es euskérico, euskeriano es el que lo lleva: si maketo, maketo es su poseedor. Hoy, mezcladas numerosas familias bizkainas con maketas, habría que establecer (en caso de libertad) distinción entre originarios y mestizos, tanto respecto de los derechos como de los lugares donde pudieran avecindarse».

 

En fin, Laínz nos explica cómo muchos cambiaron la ortografía de sus apellidos, introduciendo tx, tz o k, o trocaron directamente su Pérez por Perurena o su López por Lopetegi. Si el apellido es la raza, y la raza elegida es la vasca, todo lo que se haga por pertenecer a ella estará bien hecho. Pero el caso de los nombres es más divertido incluso que el de los apellidos, y Laínz nos cuenta cómo en las vascongadas (¡y Navarra!), donde la gente siempre se había llamado Ana, Manuel, Antonio, Juan, Carmen, José, Alberto, Casimiro, Isabel o María, ahora abundan los nombres que Arana se inventó: Unai, Koldo, Gorka, Jone, Laia o Kepa, patronímicos que jamás había llevado ningún vasco anterior al siglo XX. La epidemia aranista incluso ha traspasado las fronteras, porque hasta a Iker Casillas lo bautizaron así sus padres madrileños que vivieron unos años en Bilbao. Pero lo peor, nos cuenta Laínz, es que por pasar por vascos vasquísimos, algunos les ponen a sus hijos Aker (macho cabrío), Ordots y Aketza (verraco), Ozpin (vinagre), Adur (baba), Ekaitz (tormenta), Zigor (castigo), Simaur (estiércol) y Zakar (basura). Cosas de las lenguas milenarias.

 

Por cierto, que Jesús Laínz también se atreve con el verso, y en algunos capítulos sus comentarios de los dislates lingüísticos los hace en endecasílabos o incluso en medievales cuadernas vías con unos alejandrinos perfectamente medidos y rimados. Una delicia.

 

Pero el capítulo más desternillante es el último, titulado «¡Trabucamientos a discreción!». Aquí también se tratan disparates lingüísticos, pero de los que carecen de sesgo manipulador, político o totalitario. Es un repertorio de equivocaciones o errores populares cuando se intentan pronunciar términos médicos o jurídicos, o al usar extranjerismos, o latinismos, o al querer mostrar más cultura que la que se tiene. Decir cérula por férula, paipai por by-pass, confundir el habeas corpus con el Corpus Christi, hablar de prescindir un contrato en vez de rescindirlo, usar expresiones como ipso flauto, decúbito porno, llamarle San Millán de la Cogorza al famoso monasterio riojano, decirle alquilino al inquilino, hablar del color rosa furcia… y cientos más que ha recogido Laínz.

 

No se lo van a pasar ustedes mal con este libro, desde luego que no. Y aunque algunos capítulos nos dejen un punto de desazón, la sonrisa (¡o la risa!) siempre va a prevalecer.

 

Fray Josepho 

Razón Española, nº 239


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