Pedrell, Albéniz y Granados

Tras un siglo XVIII musicalmente mediocre, España se asomaba al siglo romántico en posición desfavorable en comparación con otros países, sobre todo los germánicos, de más consolidada tradición musical y que, además, habían contado con las inalcanzables figuras de Bach, Haydn y Mozart para marcar el camino a seguir y con la titánica personalidad de un Beethoven que condicionaría indeleblemente la música de todo un siglo.

 

La Francia musical, aunque casi estancada en el género operístico de gusto italiano debido sobre todo al peso del sin igual Rossini, tuvo el privilegio de contar con el gran revolucionario Héctor Berlioz, quien abriría enérgicamente las puertas al romanticismo musical que, con el impulso añadido de la creación de la Société Nationale de Musique en 1871, tan extraordinarios frutos daría en suelo galo en las manos de, entre otros, Bizet, Gounod, Saint-Saëns, Franck y Fauré, quienes depositarían posteriormente el testigo en las de los geniales Debussy y Ravel.

 

A España, por el contrario, el destino se le presentó más adverso. El único músico que hubiese sido capaz de crear una escuela española de altura equivalente a las de otros países europeos, el bilbaíno Juan Crisóstomo Arriaga, el Mozart español, fallecía de tuberculosis en 1826 a la tempranísima edad de 19 años tras haber compuesto un no desdeñable catálogo de obras vocales, sinfónicas y camerísticas que anunciaban el genio que lamentablemente no pudo llegar a consolidarse. Habría de pasar medio siglo para que, fecundada por las corrientes nacionalistas que dieron extraordinarios bríos a la actividad musical de todos los países europeos en las últimas décadas del XIX, la música española empezase a mostrar los síntomas de su creciente vitalidad. 

 

El principal promotor de este despertar de la música española fue el musicólogo y compositor catalán Felipe Pedrell, nacido en Tortosa el 19 de febrero de 1841. Si bien su talla como compositor no pasó de mediocre, fue un prolífico escritor, musicólogo, historiador, académico, director de orquesta y pedagogo que desplegó una incansable actividad a lo largo de sus ochenta años de vida. Durante treinta años fue profesor en el conservatorio de Madrid, académico de la de Bellas Artes de San Fernando, construyó casi en solitario las bases de la musicología española contemporánea y tuvo tiempo de componer un número no pequeño de obras de todos los géneros: una docena de óperas en varios idiomas (italiano, francés, castellano y catalán), poemas sinfónicos, zarzuelas, canciones, obras camerísticas, corales y religiosas, etc.

 

En 1859, con motivo de la guerra de Marruecos, compuso La voz de España, loa patriótica con letra del también tortosino Antonio Altadill:

 

“Ven sí, mi heroica, mi marcial bandera;

que, de nuevos laureles coronada,

yo haré que en Fez hoy brilles altanera,

cual brillaste en los muros de Granada,

triunfante enseña de Isabel primera (…)

¡Al África, españoles!, si desdora

hoy torpe mancha el pabellón ibero,

¡a lavarla volad con sangre mora

vertiéndola a torrentes vuestro acero!

Y enseñe España a la engañada Europa,

de su enojo vibrando el fuerte rayo,

que es digna patria y madre todavía

del Cid y de Cortés y de Pelayo (…)

¡Al África, españoles!, arde el pecho

en vengadora saña

y su brillo recobre nuestro nombre

al grito vengador de ¡Viva España!”.

 

El año siguiente, al regreso del victorioso ejército de África, escribió un Himno a los voluntarios catalanes.

 

Su principal actividad la desarrolló en recuperar y sistematizar el legado musical español con el doble fin de evitar su desaparición y de procurar su conocimiento para que, con él como base, se pudiese construir una escuela musical española arraigada en su propia tradición. Escribió obras de erudición y magnitud monumentales, como el Diccionario bio-bibliográfico de los músicos españoles, Hispaniae Schola Musica Sacra –monumental trabajo de arqueología musical que rescató y sistematizó las composiciones de los más importantes músicos españoles de los pasados siglos, como Cristóbal de Morales, Francisco Guerrero y Antonio de Cabezón–, El teatro lírico español anterior al siglo XIX, la edición de las obras completas de Tomás Luis de Victoria –el más grande polifonista español del siglo XVI–, Emporio científico e histórico de organografía musical antigua española, Antología de organistas clásicos españoles y el Cancionero musical popular español –recopilación de la música de carácter tradicional desde las medievales Cantigas de Alfonso X el Sabio hasta el siglo XVIII–. También editó importantes publicaciones periódicas de musicología, como Salterio Sacro-Hispano, Ilustración Musical Hispano-Americana y La música religiosa en España.

 

En 1890 compuso la trilogía Els Pirineus, basada en un texto de Víctor Balaguer, lo que le dio ocasión para publicar unos meses después su ensayo Por nuestra música, el más importante texto de todo el XIX español en el que se explica y proclama la necesidad de crear una tradición lírica nacional a la altura de las que, siguiendo la revolucionaria estela de Wagner, brillaban en aquella época en otros países europeos.

 

Según Pedrell, los compositores españoles debían mirar tanto a la música popular como a las obras de los grandes maestros del pasado para encontrar en esas dos fuentes complementarias la inspiración y el modelo que habría de dar a la música española la voz que la caracterizaría frente a las otras escuelas nacionales europeas. A sus discípulos Falla y Granados, así como a todos los músicos que recibieron su influencia y magisterio, nunca dejó de insistirles sobre la necesidad de enraizar su creación en las variadísimas músicas de las distintas regiones españolas.

 

Deploraba Pedrell la excesiva influencia que la música vocal italiana había ejercido sobre España desde el siglo XVIII, lo que en su opinión había anulado la creatividad genuinamente española y conducido a la vulgarización del arte musical:

 

“Llamamos a nuestra corte y a nuestros teatros sociedades italianas de ópera acompañadas de sus compositores; se nos impuso de Real Orden la ópera italiana; subvencionamos los teatros en que se representaba este espectáculo; quisimos, como Alemania, Francia y otras naciones, aprender a componer óperas, y bajo esta influencia avasalladora compusimos óperas a la italiana (…) cuando ya otras naciones nos señalaban el rumbo que debíamos haber emprendido para salir del estado de embotamiento estético en que nos tenía la ópera italiana, logramos, que no fue poco lograr, levantar un tanto, no la ópera, sino la zarzuela, propiamente tal. El balance de nuestra productividad musical de un siglo a esta parte presenta este menguado contingente: la tonadilla, la zarzuela y la farsa flamenca moderna o la misma tonadilla en otra forma, que es la vulgaridad rayana en chocarrería, la degeneración más innoble en que pueda caer un espectáculo”.

 

Atacó la moda de la españolada, esa caricatura que se hacía pasar por la verdadera música española tanto dentro como fuera de nuestras fronteras y cuyos responsables había que buscar tanto entre los desinformados compositores extranjeros como entre los más culpables españoles:

 

“Los autores, si este nombre merecen, de esa balumba de composiciones que pretenden aparecer inspiradas en nuestros cantos característicos y circulan con bastante crédito por el extranjero gracias a los indoctos gustos de la muchedumbre y a determinadas direcciones de la moda, composiciones firmadas alguna vez no sólo por músicos extranjeros sino por músicos nacionales”.

 

Definió así Pedrell lo que, en su opinión y en la de su paisano el reputado crítico literario y musical José Yxart y Moragas –autor de El arte escénico en España–, debería llegar a ser la ópera española:

 

“Que no lo será unicamente un drama lírico con argumento español, sacado de nuestras historias, leyendas o costumbres: que no lo será un drama lírico escrito en castellano: que no bastará para ello intercalar en tales composiciones algunos cantos populares genuinos (…): que el acervo común de una música verdaderamente nacional no se halla sólo en la canción popular (…): que el germen esencial y real de un teatro lírico que pueda llamarse propio de una nación que forme, en realidad, escuela distinta, inconfundible con ninguna otra está donde se halla todo lo propio: en una tradición constante y de abolengo, en el carácter persistente y general de todas las manifestaciones artísticas homogéneas: en el uso de determinadas formas nativas, adecuadas al género de la raza, a su temperamento, a sus costumbres por una fuerza fatal, inconsciente”.

 

A la recuperación y divulgación de la tradición musical española se entregó Pedrell hasta el punto de que si ha pasado a la posteridad ha sido por esa labor de musicólogo e historiador más que por la de compositor, de calidad no comparable con la de otros creadores que, por otro lado, tanto le debieron en su formación. Trabajó durante largos años en la recuperación de la obra de Tomás de Santa María, Tomás Luis de Victoria, Antonio de Cabezón y otros muchos compositores españoles de los siglos XV a XVII con el patriótico fin de reconstruir la tradición musical española sin la cual no concebía una creación musical contemporánea fecunda:

 

“Más adelante expongo los motivos de alto interés patriótico artístico y de orgullo nacional que me han aconsejado presentar éste y otros documentos gloriosos como homenaje tributado a la escuela de la patria, que es libro de oro abierto para todos, en donde late, respira, vive aquel sello particular, aquella nuestra nota característica en la historia del arte musical”.

 

El 10 de marzo de 1895, con motivo de su recepción en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, pronunció un discurso sobre la recuperación del pasado musical español:

 

“Ved aquí los dos términos del problema y en el esfuerzo del propósito bien delineados el objeto y fin de mi discurso: sentir en español remontándose a la prístina fuente de nuestra cultura musical para que el conocimiento del pasado sea la fuerza que obre moderando y dirigiendo las nuevas ideas: sentir en español buscando en la tradición la verdad para que por medio de la compulsación del exacto valor de la obra de arte del pasado podamos establecer con seguridad el de la obra de arte del presente (…): sentir en español cantando en aquella música que lleva impreso el sello propio y la peculiar inspiración para desechar airados, llenos de santo amor al arte de la patria, aquellos procedimientos exóticos de que se nutre el organismo productor moderno en los cuales no entran para nada ni el carácter ni los elementos puros y radicales que le dan vitalidad e ideal dirección bien trazada (…) No quisiera yo ver al nuestro (arte musical), de precedentes tan geniales y bellos de una belleza inconfundible, arrastrado por los campos extranjeros: antes bien, si habíamos de declararnos impotentes para remediar tanto daño, si habíamos de convertirnos en huéspedes de la tierra natal, quisiera que como aquellos desterrados bíblicos, llorando sobre la ruina de nuestra cultura, colgásemos de los sauces que bañan los ríos de nuestros jardines meridionales las arpas a cuyo son nos enseñaron a modular el dulce canto de la patria. Pero esto no será, no, y no será mientras haya artistas que tengan conciencia del valor de nuestro arte nacional, honren a los maestros españoles y crean en la excelencia del arte español: mientras haya artistas estudiosos y verdaderamente hijos de España, que sepan buscar en la herencia de lo pasado los más preciados timbres de sus honores y sus glorias”.

 

Y en su libro Por nuestra música explicó con estas palabras el fin que perseguía con su trabajo:

 

“Alto patriótico impulso, mucho más alto que el egoísta pro domo mea, guía mi pluma. Si alguien tan estrecho de miras no lo juzga en verdad y así como lo digo, sea: trabajo por mi casa: lo que gane en honores a mi patria se lo entrego: guárdome sólo lo que llevo perdido en paz y sosiego”.

 

Su testigo fue recogido por la siguiente generación de compositores, que fue la encargada de consolidar la escuela nacionalista española. Dos de sus más eminentes representantes fueron los también catalanes Albéniz y Granados, que siguieron fielmente las enseñanzas de Pedrell y fecundaron su creatividad con los sones populares de todas las regiones de España.

 

Isaac Albéniz, el más importante compositor español del siglo XIX, nació en la localidad gerundense de Camprodón el 29 de mayo de 1860. Niño prodigio y extraordinario virtuoso del piano –con el que en su infancia tuvo que hacer frecuentes exhibiciones tocando con los ojos vendados, de espaldas o con un paño sobre las teclas–, sus primeras composiciones acusaron la influencia de Chopin, Liszt y la música centroeuropea de aquellos días, pero a causa de sus contactos con Pedrell empezó a volverse hacia la música española como base de su obra. Aunque también compuso óperas, conciertos y piezas pianísticas ajenas a lo español como fuente de inspiración, sus más grandes composiciones fueron fruto de esta orientación nacionalista española –sobre todo andaluza–: Rapsodia española, Suite española, Catalonia, Mallorca, Navarra, Cantos nacionales españoles, España, Serenata española y Cantos de España.

 

Gravemente enfermo de nefritis crónica, falleció con sólo 49 años en la localidad francesa de Cambó-les-Bains el 18 de mayo de 1909, pocos días después de recibir la visita de su gran amigo Enrique Granados, quien tocaría el piano para él durante aquella emocionada y triste despedida.

 

Granados había nacido en Lérida el 27 de julio de 1867. Con dieciséis años empezó a estudiar composición con Pedrell. Aunque compuso varias zarzuelas y algunas obras para orquesta, lo fundamental de su producción lo dedicó al piano, instrumento al que legó las páginas por las que ha pasado a la posteridad: Escenas románticas, Danzas españolas, Seis piezas sobre cantos populares españoles y Goyescas.

 

Ante el éxito cosechado por Goyescas, Granados decidió escribir una ópera tomando como base dicha obra pianística. Aunque estaba previsto estrenarla en la ópera parisina, la Primera Guerra Mundial le obligó a sustituir París por Nueva York, en cuyo Metropolitan tuvo lugar el estreno el 26 de enero de 1916. El presidente Wilson le invitó a dar un recital en la Casa Blanca, motivo por el cual hubo de retrasar su viaje previsto de regreso a España. Embarcó hacia Liverpool, donde trasbordó al Sussex para pasar al Continente, pero el barco fue torpedeado el 24 de marzo en el Canal de la Mancha por un submarino alemán. Granados consiguió subir a un bote, pero murió junto a su mujer al lanzarse al agua para salvarla.

 

Fragmento de La nación falsificada (Ed. Encuentro, 2006)