Dvorak y las raíces de la música norteamericana

En la segunda mitad del siglo XIX los Estados Unidos seguían siendo una prolongación cultural de los países europeos de los que habían llegado la gran mayoría de sus habitantes, fundamentalmente las Islas Británicas, Holanda, Italia, Alemania y otros países de la Europa germánica y eslava. La puerta que concentraba la mayor parte de los recién llegados era una Nueva York en la que desembarcaban medio millón de inmigrantes cada año y en la que se editaban decenas de periódicos en lenguas distintas del inglés.

 

El canon literario que se encontraba en las librerías y se aprendía en las escuelas era el de los grandes escritores europeos desde Homero hasta los contemporáneos. En cuanto a la música, también eran los grandes maestros europeos los que marcaban la norma, sobre todo los alemanes desde Bach en el pasado hasta Wagner y Brahms en el presente.

 

Los músicos en activo se habían formado en Europa y componían siguiendo el modelo que allí habían aprendido. Por ejemplo, John Knowles Paine, primer compositor estadounidense en conseguir renombre por sus sinfonías y oratorios, había estudiado en Berlín. El compositor y pianista Edward MacDowell también vivió varios años en Alemania, donde recibió enseñanzas de Joseph Joachim Raff y Franz Liszt. George Chadwick, por su parte, también se formó en Alemania con representantes de la escuela conservadora tan destacados como Carl Reinecke y Josef Rheinberger. Ellos tres, junto a Arthur Foote, Horatio Parker y Amy Beach constituyeron el grupo de compositores bostonianos depositarios de la tradición musical europea y que ha pasado a la historia como la Segunda Escuela de Nueva Inglaterra o los Seis de Boston.

 

Pero junto a los guardianes de la tradición también estaban quienes consideraban que los recién nacidos Estados Unidos necesitaban construir su propio lenguaje musical. Entre ellos destacó Jeannette Thurber, adinerada neoyorquina que, tras haber estudiado en el Conservatorio de París, fundó en 1885 el Conservatorio Nacional de Música de Nueva York con el propósito de ir sembrando el terreno para que germinase la tradición musical que ansiaba para su patria. La idea era formar a los jóvenes músicos estadounidenses en una institución a la altura de las europeas con el fin de evitar que tuvieran que cruzar el Atlántico para formarse y así conseguir que la música creada en suelo americano sonase menos alemana.

 

De la enérgica Thurber fue la idea de contratar en 1892 a Antonin Dvorak, principal representante, junto al ya fallecido Bedrich Smetana, de la escuela nacional checa, para que dirigiese el conservatorio neoyorquino. Al principio no consiguió convencer a un Dvorak poco animado a abandonar su tierra natal, pero finalmente fue su esposa la que le empujó a aceptar un cargo cuya remuneración multiplicaba por treinta los ingresos que percibía en Praga.

 

Conocedor e intérprete de la música popular de su tierra desde los cinco años, y violinista habitual en la taberna de su padre, la iglesia y la banda municipal, Dvorak había conseguido crear un lenguaje musical muy personal. Pues, si bien plenamente integrado en el romanticismo centroeuropeo, de su música emanaba un evidente aroma checo que le distinguía, entre otros, de su gran amigo y modelo Johannes Brahms y demás músicos del área germánica, dominante en Europa desde los tiempos de Haydn, Mozart y Beethoven. Una de sus obras más universales fueron las dos series de Danzas Eslavas que compuso siguiendo el modelo de las Danzas Húngaras de Brahms. Pero, a diferencia del alemán, que efectivamente utilizó melodías populares húngaras –algunas de ellas también desarrolladas por Liszt en sus Rapsodias–, el checo llevaba la música popular de su tierra tan dentro de sí que consiguió crear dieciséis obras maestras, indudablemente inspiradas por los ritmos de los bailes rurales (furiant, dumka, sousedská, etc.) pero cuyas melodías no provenían de tradición popular alguna, sino de su propia inspiración.

 

Aunque nunca participó en las luchas políticas que agitaban el multinacional Imperio Austro-Húngaro, Dvorak no perdió oportunidad de afirmar la personalidad cultural checa. Por ejemplo, a lo largo de su vida le fue propuesto repetidamente que compusiera óperas en alemán con el fin de representarlas en teatros alemanes y austriacos, pero él prefirió seguir escribiendo sus libretos en checo aunque ello implicase una audiencia mucho más limitada. Asimismo insistió a los editores de sus partituras, fundamentalmente alemanes, que imprimiesen su nombre de pila en su lengua materna, Antonín, y no en alemán, Anton. Y en 1885, durante una gira por Inglaterra para estrenar su Sinfonía en re menor, Op. 70 (posteriormente numerada como la 7ª), se quejó de que los carteles le anunciaran como Herr Anton Dvorák y exigió su impresión en lengua checa: Pan Antonín Dvorák. Paradójicamente, sus checohablantes padres siempre le llamaron Anton e hicieron todo lo posible por que se educara en alemán, la lengua de la cultura y el prestigio social en la Bohemia de aquellos días. Por otro lado, cuando los miembros del Club de artistas alemanes en Londres organizaron una velada en su honor, Dvorak rechazó la invitación por no ser un artista alemán. Prueba de que su nacionalismo cultural no implicó reivindicación política alguna contra el Imperio Austro-Húngaro fue el hecho de que la primera de sus obras que alcanzó el éxito, el himno Los herederos de la Montaña Blanca (1873), conmemoración de la derrota de los checos a manos del ejército austriaco en 1620, no le impidió componer seis años más tarde una Marcha festiva para celebrar las bodas de plata de los emperadores Francisco José e Isabel.

 

Al poner el pie en los muelles de Nueva York el 26 de septiembre de 1892 acompañado por su mujer y dos de sus hijos, el aldeano bohemio vio por primera vez en su vida a negros y chinos. Paradójicamente, los que resultaban más difíciles de encontrar eran los pobladores originarios de América, casi totalmente desaparecidos de los Estados orientales desde la promulgación en 1830 de la Ley de Traslado de los Indios por la que éstos se vieron obligados a instalarse en nuevos territorios al oeste del Mississippi.

 

No le fue fácil acostumbrarse a la gran urbe. De misa diaria, de escasa formación académica, abrumado por el ajetreo de la gran ciudad, ignorante de la lengua inglesa y temeroso de cruzar la calle solo debido a cierta agorafobia, estaba acostumbrado a la silenciosa vida rural y fascinado por el canto de los pájaros, a los que consideraba los maestros insuperables de la música. A sus amigos solía decirles que no quería morirse sin haber compuesto una sinfonía basada en su canto, y que si lo conseguía, sería su obra maestra. Por eso se llevó una enorme alegría el día en que, paseando con un amigo por Central Park, descubrió en su zoológico un enorme aviario con cientos de ejemplares a los que visitaba siempre que podía.

 

Su labor como director del conservatorio neoyorquino consistía en seis horas semanales de clase y cuatro de ensayos con la orquesta de estudiantes. Además, debía dirigir diez conciertos con sus propias obras por todo el país. El contrato, de dos años de duración, le permitió disfrutar de cuatro meses de vacaciones anuales, durante los que se trasladó a Spillville, una pequeña ciudad de Iowa poblada mayoritariamente por inmigrantes checos.

 

Algunas semanas después de su llegada, escribió una carta a unos amigos contándoles su nueva vida en Nueva York y lo que sus contratantes esperaban de él:

 

“¡Ven en mí, según me dicen, el salvador de la música americana y no sé cuántas cosas más! Se supone que les tengo que conducir a la tierra prometida de un arte nuevo e independiente; en resumen, crear una música nacional. Si la pequeña nación checa puede tener tales compositores, dicen, ¿por qué no podrían tenerlos también ellos, que conforman un país y un pueblo tan inmensos?”.

 

Así que puso manos a la obra. El primer hecho que constató fue, según sus propias palabras, que “la vida musical de este país está en manos de extranjeros. Todos los compositores suenan a alemán”. Efectivamente, ése era el caso, entre otros, de los Seis de Boston, principales productores de música sinfónica, vocal y camerística de aquellos días. Pero no se trataba solamente de la composición, puesto que la gran mayoría de los instrumentistas y directores de las orquestas estadounidenses provenían de la abundante inmigración alemana. Volvía a suceder lo mismo que Dvorak ya había experimentado en los países no germanos de los imperios de Guillermo y Francisco José: el peso de la incomparable tradición musical austro-alemana dificultaba la creación de música que intentara beber en otras fuentes de inspiración popular. Esta influencia se evidenció en el propio Dvorak, que no por casualidad tuvo por ídolos del inmediato pasado a Beethoven y Schubert y por maestros presentes a Brahms, Wagner y Liszt. Brahms fue su principal influencia y modelo, sobre Wagner opinó que “lo que Wagner ha hecho no lo hizo nadie antes que él y nadie conseguirá nunca hacer algo semejante”, y sobre Liszt proclamó que “sólo lo que Cristo enseñó y lo que Liszt compuso sobrevivirá al paso de los siglos”.

 

Pero el nudo norteamericano era más difícil de cortar que el checo. Debido a su inevitable naturaleza de nación de aluvión, no asentada en un territorio y con una población fijada por los siglos, la nueva nación no tenía una tradición por el mismo motivo por el que tenía muchas, tantas como las procedencias de los inmigrantes que la estaban construyendo al margen de los nativos apartados en sus reservas. 

 

¿Cuál era, entonces, la tradición musical que pudiera servir de germen para la creación de una música nacional estadounidense? Dvorak lo tenía claro: la música del pueblo, la de la gente humilde. Él mismo era hijo de aldeanos que tuvieron que ganarse la vida trabajando la tierra. Por eso llevaba tan dentro de sí la música popular de su país. Ésa era la música que debían investigar los compositores norteamericanos, especialmente la de los negros y los indios, que era la única que podría distinguirse de la traída por los inmigrantes de la otra orilla del Atlántico.

 

La música india implicaba algunos problemas: era escasa, en muchos casos sólo percutiva, limitada a cantos bélicos y funerarios, y además nunca había sido plasmada en un pentagrama. Pero la surgida entre los negros de las plantaciones sureñas era de gran riqueza puesto que el dolor y la esperanza de los esclavos habían quedado maravillosamente plasmados en multitud de canciones y coros que estaban al alcance de la mano de todo aquel músico que quisiera prestarles atención. Se trataba de lo que entonces se denominaban plantation songs, a las que hoy conocemos como espirituales negros.

 

Y Dvorak no perdió oportunidad. Uno de sus discípulos, que trabajó como su secretario y amanuense, fue Harry Burleigh, dotado barítono que había aprendido de sus abuelos manumitidos los melancólicos cantos de la esclavitud, muchos de los cuales había transcrito para evitar su olvido y que solía interpretar para deleite del maestro checo.

 

El New York Herald del 21 de mayo de 1893 transcribió unas declaraciones de Dvorak que han pasado a la historia de la música norteamericana:

 

“Estoy convencido de que la música futura de este país debe fundarse en las que se conocen como melodías negras. Éste debe ser el fundamento de toda escuela de composición original y seria que pretenda desarrollarse en los Estados Unidos. Sus hermosos y variados temas son el producto de la tierra. Son americanos (…) Éstas son las canciones populares de América, y vuestros compositores deberían estudiarlas. Todos los grandes compositores han bebido de las canciones de la gente corriente. Yo mismo he acudido a las melodías sencillas y medio olvidadas de los paisanos bohemios en busca de inspiración para mis más serias obras. Sólo así puede un músico expresar los verdaderos sentimientos de su pueblo: entrando en contacto con la gente de su país. En las melodías negras de América he descubierto todo lo que necesita una escuela de música grande y noble. Son trágicas, tiernas, apasionadas, melancólicas, solemnes, religiosas, atrevidas, alegres y todo lo que se pueda desear”.

 

 

Consecuencia inmediata de las palabras de Dvorak fue que el conservatorio por él presidido abrió sus puertas gratuitamente a los músicos negros que demostrasen talento, iniciativa revolucionaria en un país que habría de esperar todavía setenta años para establecer la igualdad de derechos civiles para todos los ciudadanos de cualquier pigmentación epidérmica.

 

Entre las melodías negras que le cantaba Burleigh, la música india que pudo escuchar en el espectáculo de Buffalo Bill y otros similares a los que acudió, y la lectura de poemas como el entonces celebérrimo The song of Hiawatha de Henry W. Longfellow, Dvorak comenzó a esbozar material para futuras composiciones. Contempló la posibilidad de componer una ópera sobre los épicos amores de Hiawatha y Minnehaha, e incluso comenzó a trabajar en ella. Si bien no tardaría en abandonar la idea, varios de los temas que había comenzado a anotar en el pentagrama acabarían pasando a formar parte de la Sinfonía del Nuevo Mundo. Una de las melodías de su primer movimiento está tomada casi textualmente de la canción Swing low, sweet chariot, mientras que el melancólico tema del Largo no está lejos de Deep river. Así lo recordaría Harry Burleigh medio siglo más tarde, con ocasión del homenaje a Dvorak por el centenario de su nacimiento en 1941:

 

“Yo conviví con el Dr. Dvorak de manera casi constante durante su estancia en Nueva York. Le encantaba escucharme entonar nuestras viejas melodías. Su humildad y su religiosidad –así como su gran amor por la gente sencilla de cualquier país– le permitieron valorar el oro puro de los cantos de los esclavos. Aunque ajeno a nuestra cultura, honró esta música con mayor autoridad que la de cualquier americano, ya fuese blanco o negro (…) Aunque nunca se haya reconocido públicamente la influencia que pude yo ejercer sobre el Dr. Dvorak, no creo que pueda caber sobre ello duda alguna. Todos aquellos que tengan ojos y oídos pueden ver y oír que Swing low es la base de uno de los temas de la Sinfonía del Nuevo Mundo, que yo pude comprobar en persona en esta misma casa mientras copiaba página tras página según él las iba componiendo”.

 

Pero Dvorak no se limitó a citar textualmente las músicas escuchadas a Burleigh. En etapas anteriores de su vida había compuesto abundante música inspirada por las melodías de su tierra, pero no copiándolas, sino asimilando su esencia para utilizarla en obras de su personal invención. De manera análoga a las Danzas eslavas, la Suite checa y numerosas piezas camerísticas, empleó las melodías negras e indias para componer varias obras –una sinfonía (Op. 95), un cuarteto (Op. 96), un quinteto (Op. 97) y, ya de vuelta en Europa, una suite (Op. 98)– evocadoras de aquellas músicas americanas pero de naturaleza completamente dvorakiana y estructura tan germánica como la de cualquier otra sinfonía centroeuropea de la época. Así lo explicarían sus hijos, Antonin y Otakar, en una entrevista de 1907, con su padre ya fallecido:

 

“Los pasajes de la sinfonía y de otras obras de aquel periodo que, según pretenden algunos, fueron tomados de melodías negras, son de la propiedad mental exclusiva de nuestro padre. Solamente estuvieron influidas por las melodías negras. Él nunca utilizó canciones eslavas para sus piezas eslavas sino que, siendo él eslavo, creó lo que le dictó su corazón. Del mismo modo, todas las obras de su periodo americano –incluida la sinfonía– tienen un origen eslavo, lo que le resultará evidente a cualquiera que tenga la menor sensibilidad”.

 

Ya había aclarado el propio Dvorak que la sinfonía que había compuesto en suelo americano “es y siempre será música checa”:

 

“Lo que pretendo reproducir en mi nueva sinfonía es el espíritu de las melodías negras e indias. No he utilizado ninguna de ellas; lo que he hecho ha sido escribir temas característicos, impregnándolos con rasgos de la música india y, aun usándolos como materia prima, desarrollándolos según las técnicas modernas de ritmo, armonización, contrapunto y colorido orquestal”.

 

Pero no todos los actores de la escena musical estadounidense estuvieron de acuerdo con la opinión de Dvorak, empezando por unos bostonianos a los que les resultaba incómoda la idea de una sinfonía americana inspirada por negros e indios. El muy clásico George Chadwick, por ejemplo, declaró que “aunque no estoy suficientemente familiarizado con ellas como para ser capaz de opinar sobre la cuestión, lamentaría mucho que las melodías negras que he escuchado llegaran a conformar la base de una escuela americana de composición”. Su colega Edward MacDowell escribió que “a pesar de los esfuerzos de Dvorak por vestir la música americana con ropajes de negros, opino que esa técnica no debería encontrar hueco en nuestra música si pretendemos de ella que sea digna de nuestro país libre”. Curiosamente, cuatro años después del estreno de la sinfonía dvorakiana, MacDowell presentaría su Indian Suite, basada en ritmos y melodías de los nativos americanos.

 

Parecida fue la opinión del organista, director y sobre todo influyente crítico musical del Boston Journal Philip Hale, que consideró a Dvorak una mala influencia para los compositores americanos debido a su condición de “negrófilo”. Opinaba que los negros, aunque evidentemente amantes de la música, no eran inherentemente musicales y que, notables imitadores, habían copiado sus canciones de plantación de cantantes blancos. Afirmaba que los negros africanos carecían de música, como habían observado exploradores europeos como Richard Burton, que había escrito que “los negros nunca han inventado un alfabeto, una escala musical o cualquier otro elemento de conocimiento. La música y el baile, sus pasiones, todavía están, como arte, en embrión”. Añadió Hale que, en el caso de que aquellas canciones hubiesen sido efectivamente obra de los negros y que, por lo tanto, las hubiesen traído consigo de África, no podrían ser consideradas canciones populares americanas por el mismo motivo –su condición de población no autóctona y minoritaria– por el que las canciones populares alemanas no podían ser consideradas características de la ciudad de Nueva York ni las irlandesas, de la de Boston. Sin embargo, admitió que la Sinfonía del Nuevo Mundo le había gustado mucho, pero precisamente porque había encontrado muy poco de negro en ella y porque sonaba mucho más a escocesa, a escandinava o a cualquier otra cosa. Y sobre el Cuarteto americano señaló con ironía que “los negros que conoce el Sr. Dvorak tienen una curiosa costumbre de tararear tonadas bohemias”. Por todo ello, Hale escribió que la sinfonía de Dvorak “sólo podría ser apreciada debidamente por una audiencia de negros inteligentes e indios lavados y peinados”.

 

Más contundente aún fue el músico y crítico William Apthorp, de aristocrática familia bostoniana y educado en las más selectas escuelas europeas. En el Boston Evening Transcript del 1 de enero de 1894, con motivo del estreno de la sinfonía en dicha ciudad dos días antes, extendió la categoría de música bárbara bastante más allá de los límites de la música negra:

 

“El carácter melódico y rítmico de las canciones alemanas, italianas y francesas demuestra que son ejemplos del más alto estado de evolución musical (…) La gran tara de las actuales escuelas eslava y escandinava ha sido y sigue siendo la intención de hacer música civilizada con métodos civilizados a partir de material esencialmente bárbaro. El resultado ha sido, por regla general, una apoteosis de fealdad, formas distorsionadas y expresión bárbara (…) La música de nuestros negros americanos tiene todos los elementos de barbarie que se pueden encontrar en las canciones populares eslavas o escandinavas; se trata de música esencialmente bárbara. Y lo que es peor, suena terriblemente parecida a cualquier otra música bárbara”.

 

La polémica incluso cruzó el océano, y desde la lejana Austria se dejó oír la opinión de un Anton Bruckner que probablemente sobrevaloró el peso cultural de los emigrantes austroalemanes en el Continente americano:

 

“Debe buscarse la base de toda música en las obras clásicas del pasado. La literatura musical alemana no contiene ningún texto surgido de la raza negra, y por muy dulces que puedan ser las melodías negras, nunca podrán ser el fundamento de la música futura de América”.

 

Pero la oposición más significativa a las teorías de Dvorak llegó de la representante femenina de los Seis de Boston, oposición que llegó a plasmarse en la composición de una sinfonía construida según planteamientos opuestos a los del checo. Amy Beach, nacida en 1867 en New Hampshire, fue una dotada pianista y compositora que tuvo que luchar contra los inconvenientes que su condición de mujer implicaba en el masculino mundo de la música de aquellos días. Su familia no le permitió hacer el preceptivo periplo por los conservatorios europeos y tuvo que conformarse con las enseñanzas de profesores locales, algunos de los cuales sí habían estudiado en Europa con maestros de la talla de Liszt. El grueso de su formación musical tuvo que ser autodidacta e incluso tradujo el tratado de orquestación de Berlioz, una de las biblias de esa materia.

 

Dvorak no comenzó con buen pie por lo que se refiere a la opinión que Beach tuvo de él. Poco después de pisar suelo americano, declaró lo siguiente a un periódico de Boston sobre la gran cantidad de mujeres aficionadas a la música:

 

“Aquí todas las mujeres tocan música. Eso está muy bien. Pero me temo que las señoras no pueden ayudarnos mucho. No tienen capacidad creativa”.

 

Y un año más tarde se publicarían sus famosas declaraciones a favor de la música negra e india como base de la escuela musical norteamericana. A los compositores bostonianos no les gustaron aquellas palabras. En primer lugar porque consideraron que Dvorak, que llevaba sólo unos pocos meses en los Estados Unidos, no había tenido tiempo más que para conocer una parte muy pequeña del país y de su herencia musical, por lo que sus opiniones acerca de una cuestión sobre la que habían corrido ríos de tinta eran cuando menos presuntuosas. Por otro lado, mientras que los músicos negros estaban encantados con el espaldarazo recibido del maestro checo, otros preferían acudir a las melodías populares europeas como fuente de inspiración. Amy Beach escribió al respecto:

 

“Nosotros, los del norte, deberíamos dejarnos influir por las viejas melodías inglesas, escocesas o irlandesas, heredadas, junto a nuestra literatura, de nuestros antepasados, más que por las canciones de una porción de nuestro pueblo que estuvo en cautiverio durante tanto tiempo y cuyas expresiones musicales estaban hondamente arraigadas en el dolor desgarrador provocado por su condición. Me parece que, para dar el mejor uso a las canciones populares de cualquier nación como material para la composición musical, el compositor debería pertenecer a las gentes cuyas canciones elige o al menos haber crecido entre ellas (…) Sin la menor intención de poner en duda la belleza de las melodías negras que en tan alta consideración tiene Dvorak, o de menospreciarlas por su origen, no puedo evitar considerar que no son totalmente típicas de nuestro país. La población africana de los Estados Unidos representa sólo una parte de la composición de nuestra nación. Además, ni siquiera son nativos americanos. Si tuviéramos que consultar las canciones populares nativas de este Continente, deberían ser las de los indios y los esquimales (…) En el caso de que las melodías negras despierten la imaginación de un compositor, debería ser la de uno nacido y crecido en el sur, rodeado de la vida de los negros, escuchando sus canciones desde la infancia tanto en los campos como en los hogares. Si un negro con talento de compositor perfeccionase su expresión en este campo, entonces podríamos disfrutar de sus melodías populares desarrolladas con la mayor de las simpatías ya que estaría trabajando con los sentimientos heredados de su raza”. 

 

Pero no se limitó a teorizar con palabras, puesto que compuso una sinfonía que sería estrenada por la Orquesta Sinfónica de Boston en octubre de 1896, tres años después de la de Dvorak: la Gaelic Symphony, que pasaría a la historia como la primera compuesta y publicada por una mujer norteamericana. Coherente con su opinión de que los compositores no deberían utilizar músicas ajenas a su propio ámbito cultural, Beach acudió a melodías irlandesas “de belleza sencilla y sin pretensiones” para construir los cuatro movimientos de su muy germánica sinfonía, heredera, en estructura y orquestación, de los grandes modelos brahmsianos y brucknerianos. Y cuatro años después estrenaría un concierto para piano tan académico y tan poco memorable como la sinfonía. Con el paso de los años atemperaría sus dogmas compositivos y escribiría un cuarteto de cuerda sobre melodías esquimales, igualmente condenado al olvido.

 

En medio del ruido del debate suscitado por Dvorak, otro de los Seis de Boston, John Knowles Paine, mediocre autor de sinfonías tan mediocres como la de su colega Beach, al menos tuvo el acierto de señalar el meollo del asunto:

 

“Ya ha pasado el tiempo en el que los compositores tengan que ser clasificados según límites geográficos. No se trata de una cuestión de nacionalidad, sino de personalidad, y la personalidad del estilo no es el resultado de imitación alguna, ya sea de canciones populares, de melodías negras, chinas o indias, sino del carácter de cada uno y de su originalidad innata. Me resulta incomprensible que un compositor con la debida formación o un crítico musical puedan tener opiniones tan limitadas y equivocadas sobre la verdadera función de los compositores americanos”.

  

Totalmente al margen de este debate, una curiosa coincidencia probó que la intersección entre la música europea y la negra no iba a tardar en demostrarse inevitable. Porque un joven músico, por entonces en fase de formación y desconocido por todos, el inglés de origen alemán o alemán nacido en Inglaterra –ni él mismo tuvo interés en definirse– Frederic Delius, había cruzado el Atlántico en 1884 para probar suerte como agricultor de naranjas en Florida. El negocio no le fue nada bien, pero su estancia allí le sirvió para encontrar en los cantos de los negros locales la inspiración que le llevó a abandonar para siempre su carrera de empresario y dedicarse a la composición. Su primera obra orquestal, escrita tres años más tarde durante sus estudios en el conservatorio de Leipzig, fue Florida, escenas tropicales para orquesta, en la que incluyó la cita de ritmos y melodías escuchadas a los trabajadores negros, como La Calinda, también aprovechada para su Koanga (1897), primera ópera de un compositor europeo en incluir motivos melódicos afroamericanos. Aunque interpretada privadamente en un restaurante en la misma época de su composición, con su amigo y mentor Eduard Grieg entre los asistentes, la Suite Florida no sería conocida por el público hasta que la estrenó Thomas Beecham medio siglo más tarde, en 1937, con su autor ya fallecido. Su siguiente obra orquestal fue el poema sinfónico Hiawatha, inspirado por la obra de Longfellow que había tentado a Dvorak como argumento de una ópera que nunca llegó a componer. Esta obra tardaría todavía más en ser estrenada, pues su partitura incompleta no sería puesta en atriles hasta 2009. Y en 1902 Delius redondearía sus composiciones de tema americano con Appalachia: Variaciones sobre una antigua canción de esclavos con coro final, cuyo contenido explicó así en el frontispicio de la partitura:

 

“Appalachia es el antiguo nombre indio para Norteamérica. La composición refleja la naturaleza tropical en las grandes ciénagas que bordean el río Mississippi, tan íntimamente vinculado a la vida de las viejas poblaciones de esclavos negros. La melancolía lastimera, el intenso amor por la naturaleza, el humor inocente y el placer innato de bailar y cantar siguen siendo las cualidades más características de esta raza”.

 

Finalmente, lo que ni Dvorak, ni Beach, ni Hale, ni Paine ni Delius pudieron prever en aquellos años finales del siglo romántico fue lo que todavía tardaría algunos años en asomar por el horizonte musical norteamericano cambiándolo de arriba abajo para siempre: el jazz. Pues de su entrelazamiento con la música clásica europea y los musicales de Broadway surgiría en 1924, de la pluma de George Gershwin, hijo de inmigrantes judíos rusos, la Rhapsody in Blue, hito esencial de la música norteamericana y tan inmortal como la Sinfonía del Nuevo Mundo.

 

Porque en eso consiste la gran música: en que, pase el tiempo que pase, provenga de donde provenga y sea quien sea su autor, siga pellizcando algo en el interior del oyente. Todo lo demás son palabras vacías que hace ya mucho tiempo que el viento se llevó.