El destierro de la gran música

Aunque las raíces arrancaban desde al menos una generación atrás, alrededor de la Primera Guerra Mundial y de la gran crisis política e ideológica de la que ella fue a un tiempo causa y consecuencia, tuvo lugar en Europa un fenómeno insólito que cambió para siempre la producción artística occidental: la pérdida de la inteligibilidad. Hasta ese momento el arte occidental, al igual que en el mundo extraeuropeo, se había caracterizado por su sujeción a las normas de la belleza y la comprensión. No importa la época, el género o el estilo, toda manifestación artística se había sujetado siempre a dichos cánones, legados por milenios de arte y pensamiento. 

 

Pero llegó el siglo XX, y ya desde su inicio dejó clara su voluntad de romper con toda tradición y crear un mundo enteramente nuevo según principios sacados de la nada. La pintura y la escultura, hasta entonces dedicadas al cultivo de la forma, optaron por darle la espalda y, paso a paso, desembocaron en el «arte abstracto». La arquitectura, abandonando la estética y el interés en conseguir espacios hermosos y acogedores, empezó a esconder bajo la excusa de la funcionalidad una fealdad que nadie puede negar y que ha creado unas ciudades inhóspitas de las que todos huyen en cuanto la economía lo permite y un viaje turístico les recuerda la belleza de los cascos antiguos, únicos que despiertan interés y admiración. La literatura, hasta entonces sujeta a las normas de la gramática y la sintaxis, intentó autodestruirse alejándose por los aparentemente originales y sin embargo necios caminos de la incomprensibilidad. Y la música, que vivía los todavía vigorosos coletazos de la gran época romántica, decidió romper con la eufonía –lo "estéticamente hermoso" que definiese el gran crítico musical de la Viena finisecular, Eduard Hanslick– y, mediante la eliminación de la armonía, la melodía y el ritmo, abrió entre ella y sus amantes un abismo que no se ha vuelto a cerrar. 

 

Santiago Ramón y Cajal, el ilustre científico y escritor, escribía a propósito de las nuevas tendencias plásticas:

 

"Menospreciando las enseñanzas acumuladas por dos mil años de tanteos y progresos, han tratado de envilecer nuestros museos y exposiciones con los engendros más disparatados e insinceros. El afán de novedad, el ansia de lucro fácil y la complicidad de marchantes sin conciencia les han llevado a profanar, con sus manos rudas de artesanos, la excelsa hermosura del arte perenne. Y muchos de ellos han conseguido imponer a los beocios, horros de buen gusto y de memoria visual, una manera nueva, superficial, esquemática y pueril, hecha de incompetencia, comodidad y pereza".

 

Aquellas nuevas generaciones de principios del siglo XX, desorientadas por el colapso de un mundo que hasta poco tiempo antes parecía inamovible en sus sólidos cimientos y amargadas por el horror del cataclismo bélico, se arrojaron con entusiasmo al cultivo de cualquier corriente artística que supusiese la destrucción del orden anterior. Se apoyó y se adoró irreflexivamente cualquier tipo de arte nuevo por el solo valor de su novedad. Un privilegiado espectador y actor de aquellos días, el escritor austríaco Stefan Zweig, recordaba en sus memorias cómo, en el estreno de una de las composiciones atonales de Arnold Schönberg, un asistente fue abofeteado por un airado joven a causa de haberse atrevido a censurar con silbidos la obra interpretada. Con estas palabras resumió Zweig esta mentalidad: 

 

"En todas partes constituíamos el grupo de empuje y avanzada de toda suerte de arte nuevo, por el solo hecho de ser nuevo, sólo porque quería modificar el mundo para nosotros, a quienes tocaba ahora el turno de vivir su vida".

 

En el caso de la música, la pérdida de la eufonía abrió, como decíamos más arriba, un abismo entre los creadores y el público que no se ha vuelto a cerrar. Como queda de manifiesto diariamente en las salas de concierto a lo largo y ancho del planeta, las obras de autores contemporáneos deben ir acompañadas de piezas del repertorio clásico para evitar que las salas se queden escandalosamente vacías.

 

Además del desinterés que este tipo de música despierta en los aficionados, probablemente ella misma haya provocado la muy significativa esterilización de los creadores. Porque sorprende la pléyade de compositores que dio el siglo XIX y el despoblamiento que sobrevino con el siguiente. Tras la última generación de músicos románticos, nacidos en torno al último tercio del XIX y cuyas vidas llegaron hasta el primer tercio e incluso la mitad del XX, muy pocos vinieron a recoger el testigo. Con la Primera Guerra Mundial ya se experimentó una muy notable caída en la producción, salvada precisamente por aquellos que aún bebían de la tradición en la que habían sido formados: Ravel, Roussel, Rachmaninov, Prokofiev, Shostakovich, Vaughan Williams, Respighi, etc. Pero, tras la segunda hecatombe, el silencio es casi absoluto, salvo unas pocas y angustiosas excepciones (el anciano Strauss, Joaquín Rodrigo, algún ruso reaccionario, algún escandinavo) que pronto desaparecerían también. Y después, el silencio. Como si el manantial musical de Occidente, que durante siglos manara con generosidad un abundante caudal de belleza, hubiese quedado agotado. 

 

Windham Lewis escribió a este respecto en 1937:

 

“Todo el mundo ha descartado ya que se pueda volver a escribir una gran ópera. En lo que concierne a la ópera, las mejores datan del siglo pasado. No habrá más Wagner, y mucho menos un nuevo Mozart. Y en cuanto a las supremas composiciones orquestales, también parece que ya se han escrito todas. No habrá más Bach mi más Beethoven, como tampoco hubo más Leonardo ni más Miguel Ángel tras el Renacimiento; sólo arrebatados vestigios de aquello en lo que una vez se distinguieron algunos artistas, o chanzas desesperadas, o ecos sincopados de perfección. No se trata, sin embargo, de artes totalmente perdidas; aún se escribe mucha música, y muy inteligente, y la lucha agonizante de las artes visuales es, a menudo, impresionante. Pero algo ha ocurrido en el mundo para que, desde hace ya tiempo, hayan dejado de gestarse las grandes creaciones. No habrá ninguna más”.

 

Y el eminente sociólogo ruso Pitirim Sorokin sería aún más radical cuatro años después:

 

“El hombre contemporáneo no ha producido música comparable a la de Bach, Mozart, Beethoven, o incluso a la de Berlioz, Wagner, Brahms o Mussorgski. Un proverbio ruso dice: A falta de peces, buenos son cangrejos. En este siglo tenemos cangrejos hasta la saciedad, pero escasos auténticos peces (…) Si el lector repasa cada campo importante de nuestra cultura fijándose en cuándo vivieron los más grandes creadores, comprobará que en la mayoría de los casos la época de los gigantes fue anterior a la segunda mitad del siglo XIX. Tras ella llegó la de los notables y eminentes, luego la de los distinguidos, y finalmente la época de los enanos. La cima de la música se alcanzó en la época de Bach y Beethoven. Después de ellos ha habido grandes compositores, pero ninguno de la talla de Palestrina, Mozart, Bach y Beethoven. En el siglo XIX tuvimos muchos grandes compositores, desde Wagner, Brahms y Tchaikovsky hasta Debussy. En el siglo XX no ha habido ninguno ni siquiera de la talla de los grandes compositores decimonónicos. Es indudable la disminución progresiva de los creadores de música”.

 

Tras el corte llegó una nueva generación de creadores (Varese, Stockhausen, Penderecki, Berio, Ligeti, Nono, Messiaen) a los que los críticos pretenden infructuosamente hacer pasar por los genios de nuestro tiempo y clásicos del mañana y que llenan en las emisoras especializadas los programas destinados a la producción musical contemporánea, programas que, se quiera admitir o no, nadie escucha. Y cuyos escasísimos discos nadie compra.

 

Este abismo vino a ser llenado, sobre todo a partir de los años cincuenta y sesenta, por lo que se ha venido conociendo como música popular, aunque, para ser exactos, debería denominarse comercial, pues nada más alejado de lo popular, nada menos relacionado con la producción musical de cada pueblo, que esas uniformes creaciones ajenas a cualquier tradición y destinadas a un fugaz consumo internacional de masas. Pero lo que es indudable es que esta débil y perecedera rama del gran árbol de la música ha conseguido aparecer ante la inmensa mayoría de nuestros contemporáneos como la única música posible. Hasta tiene ya sus clásicos –Elvis, Beatles, etc.–, origen último, según parece, de toda la música que en el mundo ha habido y que merece la pena ser escuchada y publicitada. Por otro lado, quien ose relativizar el valor de la omnipresente música comercial será objeto de menosprecio e incomprensión. Sin embargo, grandes pensadores de nuestro siglo nos dejaron páginas que hoy probablemente serían impublicables. El mencionado Sorokin escribió sobre "vulgares pseudoartes como el jazz y el rock and roll". Y Oswald Spengler describía la agonía de la Civilización Occidental  como "el final feliz de una existencia sin contenido, a través de cuyo aburrimiento la música de jazz y los bailes negros entonan la marcha fúnebre de una gran cultura".

 

Y, mientras la música comercial ocupa mayestáticamente todo, la verdadera música popular, en su ingente variedad que inunda los cinco continentes (música vocal, coral, escénica, religiosa, danzas y bailes, para todo tipo de instrumentos y de fines), en parte sobrevive con dificultad y en parte ha desaparecido junto con las sociedades rurales de las que nació; y la gran música, a pesar de sus muchos siglos de inabarcable riqueza, ha quedado arrinconada como un aburrido fósil, carente de interés salvo para una ínfima minoría de pedantes y digno de reposar en los museos de arqueología.

 

Sin embargo aún queda un ámbito, y de no pequeña importancia, en el que la gran música sobrevive: el cine. Porque, muy significativamente, cuando se necesita apuntalar las imágenes con músicas que reflejen, acompañen y expliquen las realidades inmutables de la naturaleza y del ser humano –el amor, el odio, la alegría, la tristeza, el miedo, la desesperación, la grandeza, el heroísmo– no queda más remedio que acudir de nuevo al lenguaje musical clásico, fundamentalmente el decimonónico, arquetipo indudable e insustituible de la gran música.

 

Infinidad de compositores pasados y presentes –muchos de ellos más conocidos por su obra musical convencional– han puesto su mayor o menor talento al servicio del séptimo arte: Ralph Vaughan Williams (Scott of the Antarctic, Coastal command), Sergei Prokofiev (Teniente Kijé, Alexander Nevsky), Dmitri Shostakovich (El rey Lear, La caída de Berlín), Arnold Bax (Oliver Twist), William Alwyn (Una noche para recordar, Victoria en el desierto), Malcolm Arnold (David Copperfield, El puente sobre el río Kwai), William Walton (Enrique V, Ricardo III, Hamlet, La batalla de Inglaterra), Miklós Rózsa (El ladrón de Bagdad, Quo Vadis, Ivanhoe, Rey de reyes, Ben-Hur, El Cid), Aram Kachaturian (La batalla de Stalingrado), Max Steiner (King Kong, Murieron con las botas puestas, Lo que el viento se llevó, Los tres mosqueteros, La carga de la brigada ligera), Franz Waxman (Objetivo Birmania, Rebecca, Taras Bulba, Sunset Boulevard), Erich Korngold (Capitán Blood, El príncipe y el mendigo, Las aventuras de Robin Hood), Richard Addinsell (Goodbye, Mr. Chips, Concierto de Varsovia), Nino Rota (La dolce vita, La strada, El padrino), Bernard Herrmann (Jane Eyre, Las nieves del Kilimanjaro, Vértigo, Psicosis), Maurice Jarre (Lawrence de Arabia, Doctor Zhivago), John Williams (E.T., La guerra de las galaxias, Indiana Jones, Harry Potter), John Barry (Memorias de África, Bailando con lobos), etc. Y todos ellos han utilizado un lenguaje musical que entronca, en menor o mayor medida, con la tradición musical que se rompió a principios del siglo XX.

 

El último ejemplo es el notable trabajo de Howard Shore para El Señor de los anillos. Este compositor ha utilizado en su partitura, con gran acierto y sin renunciar a su propia personalidad musical, la arquitectura y el lenguaje orquestal del romanticismo tardío, en concreto el del gran sinfonismo germánico del cambio de siglo, que situó la expresión orquestal en un techo de difícil superación. 

 

Si bien la música de Shore es completamente autónoma, la sombra de ciertos compositores es fácilmente identificable: por ejemplo, en el tercer y último episodio de la trilogía, en el crescendo que culmina en la potente exposición del tema de Gondor (que aparece en el disco bajo el título de The White Tree) resuenan inconfundibles ecos brucknerianos; las piezas destinadas a describir los espantos de Ella-la-Araña y de Mordor no están lejanas de ciertas páginas de Liszt (Sinfonía Dante), Mussorgsky (Una noche en el Monte Pelado) y otras músicas demoníacas similares; y en los compases finales de la última pieza, con la que se pone fin a toda la banda sonora tras la canción interpretada por Annie Lennox, es imposible dejar de señalar el recuerdo, consciente o no, de la Música del fuego mágico con la que concluye el tercer acto de La Walkiria

 

Por otro lado, Shore maneja muy eficazmente la imprescindible técnica del leit motiv –representación de individuos, paisajes, acciones, sentimientos, etc., mediante temas musicales que evolucionan en ritmo, tempo, tono y color según requiera la narración–, clave del desarrollo operístico a lo largo de todo el siglo XIX, especialmente desde Wagner, y, a continuación, del cinematográfico.

 

Significativo fue, a este respecto, el proceso que condujo a la creación por parte de John Williams de la partitura de La Guerra de las galaxias, una de las piezas esenciales en la historia de la música cinematográfica. Cuando George Lucas comenzó su rodaje en 1977 estaba convencido de que sólo obras del repertorio clásico podrían aportar el adecuado acompañamiento musical a su ambicioso proyecto épico galáctico. No en vano tenía en mente que sus modelos principales –la pionera serie Flash Gordon y la Odisea en el espacio de Kubrik– habían utilizado la música decimonónica, por la que, además, eran en buena medida identificados por el gran público: el poema sinfónico Los Preludios de Franz Liszt, en el primer caso, y El Danubio azul (Johann Strauss) y Así habló Zaratustra (Richard Strauss), en el segundo. Entre las que había pensado se encontraban obras de Gustav Holst, Antonin Dvorak, Richard Wagner y William Walton. Pero su amigo Steven Spielberg, que acababa de ver cómo su Tiburón ganaba el Oscar de ese mismo año a la mejor banda sonora gracias a la muy eficaz partitura de John Williams, le recomendó que utilizase una música realizada ad hoc. Y así fue cómo Lucas y Williams llegaron al acuerdo de tomar la música romántica como modelo a seguir para la elaboración de la banda sonora que, finalmente, pasaría a la historia como un clásico de la música cinematográfica y que, en cierto modo, vino a resucitar la tradición de la música sinfónica aplicada al séptimo arte, que había quedado temporalmente arrinconada durante las décadas de los sesenta y setenta. 

 

Regresando a Shore, ojalá sirva su notable partitura, merecedora sin duda del Oscar recibido, para que quienes se sientan conmovidos por la música que acompaña la epopeya tolkieniana experimenten curiosidad por conocer las fuentes de las que ha manado. Y quizá así consigan sorprenderse al adentrarse en el inmenso y maravilloso mundo de la música de verdad.

 

 

Publicado en El Manifiesto, nº 2, primer trimestre de 2005