Marte cumple cien años

 

“Dada su identidad con el cielo, la música no es un asunto de emociones, ya sean éstas momentáneas o duraderas.

Es una condición de la eternidad”.

Gustav Holst

 

Algo debía de haber en el aire. Pues cuando, en mayo de 1914, Gustav von Holst empezó a anotar en el pentagrama el amenazador ritmo del dios de la guerra, faltaban pocas semanas para que Gavrilo Prinzip hiciera saltar en Sarajevo la chispa que provocó que millones de jóvenes europeos marchasen cantando hacia la mayor carnicería que habían visto los siglos. Y acababa de poner el punto final a Marte cuando, efectivamente, los austriacos abrieron la boca a unos cañones que ya no la cerrarían en cuatro largos y trágicos años.

 

Gustavus Theodore von Holst había nacido en 1874 en el seno de una familia de orígenes germanos, suecos y rusos que había abandonado Riga para instalarse en Inglaterra a finales del siglo XVIII. No iba a ser el primer músico de su familia, pues su bisabuelo Matías había llegado a profesor de arpa de la familia imperial rusa y su abuelo y padre también se habían dedicado a la enseñanza musical. Por si fuera poco, su madre fue una talentosa pianista. Así que el pequeño Gustavus tuvo inmediato acceso a la profesión en cuyos anales acabaría grabando su nombre de modo tan destacado.

 

Desde niño quedó clara su debilidad física: pequeño, delgado (sus compañeros de colegio le llamaban salchicha), frágil, miope, asmático y con una neuritis en el brazo derecho que le acompañaría toda su vida (“Mi brazo es como gelatina sobrecargada de electricidad”). Por ella tuvo que abandonar la práctica del violín y el piano y pasarse al trombón, considerado por su padre un remedio efectivo contra el asma. Éste fue el germen de la especial atención que dedicaría en el futuro a los instrumentos de metal. Además de las influencias musicales por parte de su familia biológica, su madrastra fue una ferviente discípula de madame Blavatsky, por lo que el joven Gustavus asisitió en el salón de su casa a largas conversaciones sobre esoterismo, reencarnación y misticismo oriental que acabarían influyendo notablemente en su actividad futura. Nunca fumó, y durante un tiempo siguió una dieta estrictamente abstemia y vegetariana con la fallida esperanza de curar su neuritis. Su vida mejoró considerablemente cuando se echó novia, pues, bajo su mando, abandonó su dieta de avellanas, empezó a comer en serio, se aguzó su vista y aumentó su fuerza, su neuritis se suavizó hasta permitirle usar la pluma, se afeitó la barba que se había dejado para parecer mayor, mejoró su vestuario e incluso dejó de lado sus simpatías por Bernard Shaw, William Morris y otros socialistas.

 

En sus años jóvenes tuvo que ganarse la vida tocando el trombón en orquestas y bandas por todo el país. Un verano se empleó en una banda húngara que se presentaba ante el público enfundada en vistosos uniformes azules. Como en la Inglaterra de aquellos tiempos daba prestigio a los músicos el hecho de ser extranjeros, Holst y sus compañeros recibieron la orden de fingir que hablaban inglés mal y con acento exótico. Su von, además, debió de ayudarle mucho.

 

Una de las personas que más importancia habría de tener en su vida fue su colega Ralph Vaughan Williams, el otro gran compositor inglés de aquella época en la que el anciano Elgar comenzaba a parecer anticuado. Ambos se beneficiaron de su amistad: mientras que Vaughan Williams reconoció que Holst había representado “la mayor influencia en mi música”, la vasta cultura de aquél abrió perspectivas extramusicales desconocidas para éste.

 

Pero hubo otras aportaciones. Madame Blavatsky no había dejado de soplarle en la oreja desde los tés teosóficos de su infancia, así que se le ocurrió poner música a varios antiguos himnos hindúes. Pero como observó que las traducciones disponibles en inglés eran muy defectuosas, acabó dedicando varios años de su vida a aprender sánscrito. Y de este modo, el Ramayana, el Rigveda y el Bhagavad Gita sirvieron de inspiración para no pocas de sus obras operísticas y corales. Y eso que las lenguas nunca se le habían dado bien. Por ejemplo, durante su viaje de novios a Berlín en 1903, aunque él suponía tener algunas nociones de alemán, comprobó con sorpresa que el vocabulario wagneriano que empleaba, el único que conocía a través de los dramas del genio de Bayreuth, no era precisamente la lengua que hablaban los alemanes de más abajo del Walhalla.

 

Su pensamiento religioso consistió en una ecléctica combinación de agnosticismo, teosofismo y misticismo oriental. Creía en la doctrina hindú del dharma y en que cada hombre debe seguir su camino sin prestar atención a que le conduzca o no al éxito, pues estaba convencido de que éste es una de las peores cosas que le pueden suceder a un artista. “Mala señal, la de que todos hablen bien de ti. Algo habrás hecho mal”, escribió en una ocasión. Y, como atestiguó su hija Imogen, solía decir que todo artista debía rezar para no tener éxito, pues “si a nadie le gusta tu trabajo, menos peligro tendrás de repetirte”. Pero como la coherencia no suele ser de este mundo, en 1913, con motivo del fracaso de The Cloud Messenger, el descorazonado Holst confesó a un amigo estar “harto de la música, especialmente de la mía”. Y un año más tarde, poco antes de comenzar la composición del que sería el gran éxito de su vida, reveló a Clifford Bax, astrólogo y compañero de tertulias teosóficas, que deseaba alcanzar pronto el devachan, término empleado por los seguidores de madame Blavatsky para describir el lugar al que, al morir, van la mayoría de las almas para allí gozar en calma antes de reencarnarse de nuevo en el mundo material. Solamente los pocos que hayan alcanzado el suficiente grado de virtud y sabiduría pueden liberarse del ciclo del nacimiento y la muerte y, evitando la felicidad pasajera del devachan, alcanzar para siempre el nirvana.

 

A pesar de su distancia respecto del cristianismo, compuso obras como In the bleak Midwinter, uno de los villancicos más queridos e interpretados en el mundo anglosajón, y el Hymn of Jesus, una de las obras corales cristianas más importantes del siglo XX. Es interesante observar que tanto Holst como Vaughan Williams legaron a la posteridad muy destacadas obras religiosas a pesar del agnosticismo de ambos. En los últimos años de su vida dedicó mucho tiempo a la lectura. Por ejemplo, a la Biblia, y con resultados curiosos: “Quise leer a los profetas menores, pero encontré en ellos demasiado Hitler para mi gusto”.

 

Junto a la literatura hindú, otra de las grandes influencias que marcaría para siempre la música de Holst fue el folclore de su patria. Pues en aquellos años surgió en Inglaterra –de modo paralelo a lo sucedido en otros países europeos como la Hungría de Bartok y Kodaly o la España de Albéniz, Granados y Falla– el interés por recopilar la tradición musical popular antes de que los cambios sociales provocados por la industrialización la enterraran para siempre. Aunque no se dedicó a ello con tanta intensidad como sus amigos Vaughan Williams y Percy Grainger, Holst no dejó de recibir el inesperado impacto de unas canciones populares despreciadas hasta poco antes a causa del prejuicio que establecía que la música popular “o es mala o es irlandesa”. Y, efectivamente, la influencia de los ritmos y melodías populares inglesas, presentes a partir de entonces en varias de sus obras como la Somerset Rhapsody, disiparon para siempre la densa nube wagneriana que había pendido sobre su música desde que, en sus días de formación, declarara que el mayor impacto musical de su vida, tras unos años de adoración por Grieg, lo había recibido al escuchar los primeros compases del preludio de Tristán e Isolda. Por otro lado, 1913 fue el año del escandaloso estreno de La Consagración de la Primavera, la que, unida a los otros ballets stravinskianos y las Cinco piezas para orquesta de Schönberg, fue la aportación final antes de ponerse manos a la obra con la suite orquestal que le procuraría la inmortalidad.

 

Aunque hijo indudable de su tiempo, y sin duda rompedor con la tradición recibida de la generación de los Elgar, Stanford y Parry, Holst nunca fue hombre de vanguardias. Por ejemplo, manifestó su profundo desagrado hacia un jazz recién desembarcado en Europa con las tropas negras estadounidenses llegadas a partir de 1917. Y algunos años más tarde declararía con contundencia que “la música moderna ni es moderna ni es música”. Bastantes años antes, en los meses previos a la guerra, había ridiculizado la música de Schönberg y otros compositores vanguardistas componiendo un peculiar Poema tonal futurístico para dos voces y orquesta. En ella se incluían instrumentos de diseño propio como un macarrón contrabajo, un bebéfono (dedicado especialmente a las madres), un buzáfono tubular neumático y un cuarteto de cucharones mudos. El director tendría que emplear dos batutas a la vez, una para los instrumentos de cuerda y otra para los de viento; una sección habría de tocar a siete pulsos por compás y la otra a nueve; y el tenor solista cantaría a través del embudo de un gramófono. Lamentablemente, de esta sátira adelantada a su tiempo –pues el dadaísmo, el expresionismo y la Escuela de Darmstadt tardarían todavía algún tiempo en llegar– y digna de Les Luthiers, no nos ha llegado ninguna partitura.

 

Pero, antes de ocuparnos de su música, detengámonos brevemente en asuntos políticos. Pues cuando, en el verano de 1914, los países europeos se lanzaron los unos contra los otros, los odios nacionales se agudizaron hasta el extremo de envenenar campos tan ajenos a la política como la música. En la Inglaterra bélica fue inmediatamente prohibida la música de los países enemigos –desde Bach hasta Richard Strauss, pasando por Mozart, Haydn, Beethoven, Schubert, Schumann, Liszt, Mendelssohn, Brahms, Bruckner y Wagner–. En un concierto celebrado en el Queen’s Hall a los pocos días del comienzo de la guerra, el anunciado Don Juan de Strauss fue sustituido por el Capricho Italiano de Tchaikovsky. Para evitar disturbios, se canceló un programa dedicado por entero a Wagner y en su lugar se interpretaron obras de compositores franceses y rusos. Se anunció que el Royal Albert Hall eliminaba hasta nueva orden “toda música teutónica”. Algunos más moderados señalaron que semejante disparate extirparía de las salas de concierto una parte esencial de la historia de la música europea, por lo que propusieron limitar la prohibición a las obras que hubiesen sido compuestas después de la fundación del Imperio Alemán en 1871. Pero con ello se habría conseguido el absurdo de dividir en dos categorías, música aceptable e inaceptable, la obra de, por ejemplo, Brahms y Wagner. Y cuando se dieron cuenta de que nada menos que el Mesías quedaría prohibido, se acudió en defensa de Händel con el argumento de que, si bien nació en Alemania, podría ser tenido por compositor inglés. Si eso les sucedió a los creadores, los intérpretes no corrieron mejor suerte, y muchos músicos alemanes, austriacos y húngaros, antes tan reputados, se quedaron de repente sin trabajo.

 

El estallido de germanofobia causó bastantes problemas a los ciudadanos de ascendencia alemana. A los tenderos se les reventaron las tiendas; a los carniceros se les acusó de envenenar los alimentos; a los barberos, de cortar gaznates; e incluso se mató a patadas a algunos perros salchicha. Muchos ciudadanos británicos cuyas familias eran originarias de los países enemigos tuvieron que precipitarse a las oficinas de reclutamiento para acallar las sospechas de tibieza patriótica que sus apellidos levantaban entre sus conocidos. Holst fue uno de los afectados, pues su von mosqueaba a unos vecinos que solían referirse a él como “el alemán”. Paseando un día por los alrededores de Thaxted, se detuvo a charlar con unas campesinas sobre la calidad del agua de un manantial del que se estaban proveyendo y sobre algunos senderos que les señaló en un mapa. Para su sorpresa, dicha conversación acabó denunciada en la comisaría ante las sospechas de espionaje. Tras la debida investigación, la policía tranquilizó a los vecinos explicándoles que se trataba de “un compositor alemán de himnos que se había instalado en el campo por motivos de salud”.

 

Holst no fue el único afectado por su apellido. Pues el rey Jorge V, primo del Káiser, demostró, tomando una de las decisiones más pintorescas de la historia, la influencia que puede llegar a tener la política en los nombres y apellidos de las personas. Debido al matrimonio de su abuela Victoria con el Príncipe Alberto de Sachsen-Coburg und Gotha (en inglés, Saxe-Coburg and Gotha), los siguientes reyes de Gran Bretaña llevaron ese apellido. Pero a partir de 1914 los apellidos alemanes empezaron a estar mal vistos, hecho que fue señalado por el gobierno a la familia real sin conseguir que le prestase mucha atención. En las primeras semanas de la guerra, a lady Asquith, esposa del primer ministro británico, le habían exigido sus encopetadas amistades que, por patriotismo, rompiese toda relación con sus amigos de ascendencia alemana. Como no estaba muy convencida de la corrección de tal medida, le pidió consejo al rey en cuanto tuvo ocasión. Ésta fue su respuesta: “En primer lugar, yo nunca he roto con un amigo; y, en segundo, también yo soy alemán”.

 

Pero tres años después, en 1917, la aviación alemana, tras comprobar la vulnerabilidad de los zepelines, había perfeccionado un bombardero pesado, el Gotha G.IV, capaz de cruzar el Canal de la Mancha y bombardear las ciudades inglesas. Por otro lado, por aquellos mismos meses había estallado la revolución en Rusia y la corona del primo Nicky rodaba por los suelos, lo que no auguraba nada bueno para los demás tronos europeos. Entre tan revolucionarias advertencias y la presencia en el cielo londinense de un bombardero que llevaba el apellido de la familia real, Jorge V dedicidió proclamar solemnemente que a partir de ese momento la familia real británica abandonaba sus germánicos títulos y pasaba a llamarse House of Windsor. Cuando se enteró, al Káiser le dio un ataque de risa y comentó que le habían entrado ganas de ir al teatro a ver la comedia de Shakespeare Las alegres comadres de Sachsen-Coburg und Gotha.

 

En septiembre de 1918, con la guerra a punto de terminar, la Y.M.C.A. (Young Men Christian Association) propuso al reputado maestro Holst hacerse cargo de la organización musical de las tropas aliadas destinadas en Oriente, lo que aceptó entusiasmado como desquite de su imposibilidad de ir al frente en 1914 a causa de su miopía. Pero el bendito von volvía a estorbarle, pues sus empleadores consideraron que tan germánico apellido no despertaría simpatías entre unos soldados que habían luchado durante cuatro largos años contra los malvados teutones. Así que dedicó una considerable cantidad de tiempo y dinero en deshacerse del von en el registro civil, momento en el que descubrió que la partícula nobiliaria, además de incordiante y cara, provenía de un fraude cometido por su bisabuelo Matías al apropiarse del von de un primo suyo con la esperanza de aumentar su prestigio entre sus futuros alumnos de piano. Y todavía en 1928, diez años después de la guerra, el influyente crítico musical de The Times Dyneley Hussey escribiría que “quizá sea su sangre parcialmente extranjera la causa de ese algo extraño y ajeno en sus obras… Siempre hay algo frío y repelente incluso en su mejor música”. 

 

Vayamos, pues, con su música, y en concreto con su obra maestra, The Planets. Pues su amigo Balfour Gardiner, también músico, sabedor de la depresión de Holst por el reciente fracaso de The Cloud Messenger, le invitó a pasar la Semana Santa de 1913 en Mallorca junto con su colega Arnold Bax y el hermano de éste, Clifford, el teósofo. Antes de llegar a la isla, pasaron algunos días en Gerona y Barcelona, donde no se privaron ni de una pernoctación en el monasterio de Montserrat ni de una corrida de toros, para horror de Holst. Durante las semanas pasadas en Mallorca, el aire tibio, la luz de las estrellas, las naranjas más dulces que jamás hubieran imaginado y el calorcillo del vino local inspiraron largas conversaciones nocturnas sobre la inmortalidad del alma, la reencarnación, la astrología y asuntos algo más pedestres, pero más urgentes, como el oscuro horizonte de una guerra contra Alemania. De vuelta a casa con renovadas fuerzas, Holst centró su atención en el poder de los astros sobre la psique de los nacidos bajo la influencia de cada uno de ellos, con lo que se convirtió en un experto echador de horóscopos.

 

“Por norma, sólo estudio asuntos que me sugieren música. Por eso me entregué al estudio del sánscrito. Y recientemente el carácter de cada planeta me ha sugerido un montón de cosas, así que he estado prestando mucha atención a la astrología. Es una pena que haya tanta confusión sobre este asunto. En un lado no hay más que abusos y ridiculeces, con el lógico resultado de que, cuando a alguien se le presentan evidencias aplastantes, suele acabar en el extremo opuesto. Y la verdad es que todo en este mundo es un gran milagro. Mejor dicho, el universo entero lo es”.

 

Se entregó a la lectura del astrólogo Alan Leo, discípulo íntimo de Blavatsky y autor del influyente libro ¿Cómo hacer un horóscopo?, inspirado en buena medida en los escritos del sacerdote y filósofo neoplatónico Marsilio Ficino. Este peculiar clérigo renacentista escribió sobre los planetas del sistema solar palabras que quedarían plasmadas cuatro siglos después en la música de Holst:

 

“Los planetas con influencia maligna no tienen música, sino más bien voces. Saturno es lento, profundo, áspero y lastimero. Marte es lo contrario, veloz, brusco, fiero y agresivo. Por lo que se refiere a los planetas benéficos, la música de Júpiter es profunda, fervorosa, dulce y equilibradamente jovial. La de Venus es voluptuosa, caprichosa y tierna. La música del sol es venerable, simple y seria, mientras que la de Mercurio es menos seria debido a su alegría”.

 

Refugiado los fines de semana en su casita campestre de Thaxted, Holst pudo comenzar la composición de Los Planetas en los escasos momentos en que la cabra que había comprado su mujer para garantizarse la provisión de leche fresca dejaba de protestar por encontarse atada y corría a destrozar los rosales al otro extremo del jardín. Las primeras notas surgieron de su pluma en mayo de 1914 y el punto final lo puso en 1916. El orden de los planetas no es el de sus órbitas alrededor del sol, sino el que Holst consideró más apropiado desde un punto de vista estrictamente musical. Y sus connotaciones astrológicas le sirvieron para definir el carácter de cada movimiento: la belicosidad de Marte, la paz de Venus, la ligereza de Mercurio, la alegría de Júpiter, la ancianidad de Saturno, la magia de Urano y el misticismo del más lejano de ellos, Neptuno. Téngase en cuenta que Plutón, el noveno planeta del sistema solar, no se descubriría hasta 1930. Además, su consideración como planeta no le duró mucho, ya que la Unión Astronómica Internacional se la retiró en 2006. Sin embargo, seis años antes, en 2000, la Hallé Orchestra encargó al compositor Colin Matthews la composición de una octava pieza que redondeara la obra de Holst, encargo del que surgió Plutón, el Renovador, nuevo movimiento que no aporta nada valioso al precio de destrozar el cósmico efecto del coro final del Neptuno holstiano. Efectivamente, el coro sin palabras con el que concluye la obra sugiriendo el misterio y la infinitud del universo, coro que ha de ir apagándose suavemente mediante el cierre de la puerta entre él y la sala o su lenta salida, aportó a la historia de la música un efecto hoy muy habitual pero desconocido en aquellos días: el desvanecimiento paulatino de la música hasta el silencio. 

 

Los tres movimientos más conocidos son, sin duda, el violento Marte, el juguetón Urano –evidentemente inspirado en El aprendiz de brujo de Paul Dukas– y, sobre todo, el exultante Júpiter, este último con sus dos célebres temas que casi han cobrado vida independiente. De hecho, el segundo de ellos, tan elgariano, es hoy más conocido, al menos entre el público inglés, como el himno patriótico I vow to Thee my Country. El movimiento favorito del autor, sin embargo, fue Saturno, el aportador de la ancianidad, razón por la que siempre le frustró que el público no demostrase excesivo entusiasmo por él. Al parecer, su clímax representando la angustia del envejecimiento y el miedo a la muerte fue tan eficaz que, en una de sus primeras ejecuciones, varias damas entradas en años no consiguieron soportarlo y abandonaron horrorizadas la sala. 

 

Antes de que partiera hacia sus obligaciones pseudomilitares en Oriente, su acaudalado y generoso amigo Balfour Gardiner organizó a sus expensas una ejecución privada de Los Planetas en el Queen’s Hall. Así lo recordó el egregio director Adrian Boult, que tuvo el privilegio de dirigir aquel estreno el 29 de septiembre de 1918:

 

 

“Justo antes del armisticio, Gustav Holst irrumpió en mi despacho: "Adrian, la Y.M.C.A. me envía a Tesalónica en breve, y Balfour Gardiner, Dios le bendiga, me regala una despedida consistente en la orquesta del Queen’s Hall para un domingo por la mañana. Vamos a tocar Los Planetas y usted tiene que dirigirlo”.

 

Aunque Holst quedó encantado de la interpretación de Boult, debió de parecerle que Marte no había quedado suficientemente salvaje, así que le escribió con algunas observaciones sobre su deseo de que dicho movimiento diera mayor impresión de la inhumanidad de las fuerzas mecánicas desatadas, tal como había sucedido en la catastrófica guerra que su partitura había augurado y que estaba a punto de concluir: 

 

“¿Podría hacer usted más ruido y conseguir mayor sensación de clímax? Quizá acelerándolo un poco. Y, en cualquier caso, tiene que sonar más desagradable y mucho más aterrador”. 

 

El propio Holst dejaría testimonio de ello cuando tomó la batuta para realizar su pionera grabación de 1926, efectivamente de una rapidez considerable en el bélico Marte.

 

La primera interpretación pública tuvo lugar algunos meses después, el 27 de febrero de 1919, mientras Holst se encontraba vestido de caqui en Constantinopla. A partir de aquel momento, la popularidad de la obra aumentaría con rapidez tanto en Gran Bretaña como en el extranjero. Como curiosidad, cuando se estrenó en Berlín en 1922, el publico alemán, acostumbrado a las honduras wagnerianas y straussianas, la consideró “musiquilla ligera”.

 

No fueron pocas las ocasiones, sobre todo en los primeros años, en las que la obra se interpretó incompleta, eliminando alguno de sus movimientos, sobre todo Neptuno por la dificultad del coro. Holst nunca ocultó su disgusto, sobre todo cuando los directores de orquesta alteraban el orden para conseguir un final feliz con Júpiter, pues, según sus propias palabras, “en la vida real el final no es feliz en absoluto”. Además, de acuerdo con su aristocrática desconfianza hacia el éxito, lamentaría con amargura que Los Planetas hubieran alcanzado una fama tan enorme que eclipsó todas sus obras anteriores y posteriores, entre ellas algunas que él consideró superiores, como el desolador Egdon Heath.

 

A su regreso de Oriente y poco después de la firma del Tratado de Versalles, Holst dio vida a otra de sus obras maestras, la mística Ode to Death (Oda a la Muerte) que dedicó a su amigo el también compositor Cecil Coles y demás caídos en la guerra. Esta imponente obra sinfónico-coral comparte con Saturno la muy significativa característica de concluir, tras una sección central agitada, con una coda de belleza ultraterrena, sugeridora de una calmada y esperanzada resignación ante la inevitabilidad de la muerte. ¿El devachan, el nirvana, el cielo? El texto lo tomó, como en otras obras anteriores, de los versos de su amado Walt Whitman:

 

“Ven, amada y dulce muerte,

ondula en torno al mundo, llega suavemente,

de día, de noche…”. 

 

Su alter ego musical Ralph Vaughan Williams destacó las dos características esenciales de la música de su amigo, aparentemente contradictorias entre sí: por un lado, su facilidad para idear melodías contundentes y cristalinas, como las dos gloriosas de Júpiter; y por otro, su inconfundible toque místico que le llevó a crear los extraños acordes de Neptuno, acordes que dejaban a los modernos como “leche aguada”. Éstas fueron sus palabras:

 

“En mi opinión, Los Planetas representan el equilibrio perfecto entre estas dos facetas de su naturaleza. Desde las melodías directas de Júpiter –que supongo que podrán entonar incluso esas personas horribles que cantan en la ducha– hasta los extraños colores (a duras penas podríamos llamarlas armonías) de Neptuno, pasando por el alboroto de colegiales de Urano y la paz inefable de Venus: todo ello es puro Holst”.

 

Aunque pocas de sus obras han logrado hacerse un hueco en el repertorio sinfónico habitual, su influencia en la música posterior es evidente: la música cinematográfica no sería la que es si no hubieran pasado por el mundo compositores como Holst y obras como Los Planetas. Una sola prueba: recuérdese la celebérrima Marcha Imperial de John Williams para El Imperio contraacata. No es difícil adivinar la obra que le sirvió de inspiración y modelo.

 

El 25 de mayo de 1934, a pocos meses de cumplir sesenta años, el corazón de Holst no pudo soportar el paso por el quirófano para operarse de un cáncer duodenal. Así se despidió de él Ralph Vaughan Williams:

 

“Hace algunos años tuve el privilegio de escribir sobre Gustav Holst. Recuerdo que entonces dije que habría de guiarnos hacia regiones en las que sería difícil seguirle. Hoy se ha ido a esas regiones a las que no podemos seguirle. Quizá haya encontrado allí aquello que su música siempre pareció buscar”.