Romance faraónico

 

Un grupo de arqueólogas expertas

se fueron al desierto de excursión

en busca de riquezas y tesoros

de tiempos de Ramsés y Akenatón.

 

Tres años se tiraron excavando

donde furtivo acecha el escorpión,

donde mueren de sed los dromedarios,

donde hasta el sol padece insolación.

 

Buscaron con ahínco e insistencia

algún indicio, resto o inscripción,

mas sólo dieron con una botella

de ésas de Coca-Cola y un condón.

 

Hallaron cierto día un agujero

siguiendo las pisadas de un ratón,

y pronto descubrieron pasadizos

que les colmaron de satisfacción.

 

Jamás seres humanos penetraron

en ese olvidadísimo rincón,

jamás saqueadores ni bandidos

violaron tan sagrada habitación.

 

Marfiles, jaspes, ónices, zafiros,

tesoros miles sin terminación,

rubíes, oro, plata, perlas, joyas

y gominolas de fresa y limón.

 

¿De quién será esta tumba fabulosa,

más rica que la de Tutankamón?

¿Quién estará enterrado en estas piedras?

¿Quién fue el aún ignoto faraón?

 

Por fin desenterraron el sepulcro

tras ardua y trabajosa excavación,

y a todas les causó grata sorpresa 

su buen estado de conservación.

 

Los embalsamadores se esmeraron

en sus labores de embalsamación,

pues frescos cual lechugas se encontraban

los restos del antiguo faraón.

 

Las carnes, fuertes, prietas y turgentes,

cual campeón del mundo en triatlón;

los dientes, relucientes, y los huesos,

más recios que el acero del Nervión.

 

Pero un detalle clave se escapaba

a todo análisis y comprensión:

el regio cuerpo que allí reposaba

¿era de faraona o faraón?

 

Hasta que la arqueóloga más lista

entre las miembras de la expedición,

hurgando indecorosa entre las vendas

dio con la misteriosa solución.

 

–El Nóbel nos espera, compañeras,

por tan trascendental revolución.

Y nuestro igualitario Ministerio

nos impondrá una condecoración.

 

¡Qué diablos va a ser ésta faraona,

y menos todavía faraón!

Es une muy evidente faraone

pues tiene media teta y un cojón.