El progresismo: entre la estupidez y la barbarie

No confundamos los términos. Una cosa es el progreso y otra muy distinta el progresismo. Progreso es el avance, el perfeccionamiento, la acción de ir hacia adelante. Por lo tanto, progreso es que hoy la medicina nos libre de muchas enfermedades que no hace mucho eran mortales. O que hoy el dentista nos intervenga con anestesia en vez de en vivo. O que hoy recorramos en unas horas las mismas distancias para las que nuestros abuelos necesitaban días. O abrir un grifo y que salga agua potable o enviar mensajes a la otra esquina del planeta pulsando una tecla. Todos somos partidarios del progreso. Nadie hay que prefiera la enfermedad a la salud, la suciedad a la higiene, la ignorancia al conocimiento.

 

Pero es importante no confundirlo con el progresismo, esa religión laica creada por quienes pretenden hacer del progreso su patrimonio privado, condenando a los demás a la categoría de enemigos del avance y amigos de lo antiguo. Su enunciado podría resumirse en que todo cambio en la sociedad es bueno por el mero hecho de ser un cambio. No admite razonamiento en contra. Se trata, por lo tanto, de una superstición como otra cualquiera, y como tal comparte todas sus características: es una creencia, es contraria a la razón, entraña una fe desmedida en sus postulados, es inatacable bajo pena de excomunión y legitima a sus fieles para descalificar a sus críticos directamente con el insulto, sin necesidad de argumentación.

 

¿Cómo diagnosticar la superstición progresista? Es fácil: sus postulados siempre acaban o en estupidez o en barbarie. Veamos algunos de los cambios sociales propuestos por la superstición progresista.

 

Hay que acabar con la desigualdad de los sexos en los cargos políticos. Ha de establecerse por ley que los ministros, candidatos electorales y otros cargos se repartan al 50% entre hombres y mujeres independientemente de la valía de cada persona. Esto obliga a meter con calzador a incapaces de uno u otro sexo desplazando a capaces de uno u otro sexo con el fin de ser artificial e injustamente equitativos. Diagnóstico: estupidez.

 

Hay que acabar con la discriminación que sufren los homosexuales por no poder casarse, aunque ello entrañe la mojigata cursilada de poner en pie de igualdad con el matrimonio, que por naturaleza está destinado a perpetuar el género humano y por función social a crear el núcleo familiar base de toda sociedad, a las parejas incapaces de procreación por imperativo biológico –aunque luego, incoherentemente, pretendan que la imposibilidad reproductiva voluntariamente elegida se solucione mediante la equiparación también a efectos de adopción–. Que triunfe el amor. Cualquier otra consideración sobra. Diagnóstico: barbarie. 

 

Las categorías de padre y madre han sido heredadas de épocas pasadas y por lo tanto son reaccionarias. Además, ya no tienen sentido en una sociedad en la que las familias pueden articularse de muchas formas aunque para ello sea necesario dar la espalda a la naturaleza. Por ello hay que inventar nuevos conceptos asépticamente asexuados como progenitor A y progenitor B. Diagnóstico: estupidez.

 

La sacrosanta libertad de cada individuo para hacer lo que quiera con su cuerpo no puede verse limitada por consideraciones morales. Por lo tanto, esa ilimitada libertad exige que sea legítimo asesinar al hijo no nacido, pues mientras continúe en el vientre materno no tiene ningún valor distinto del de cualquier otro órgano. Diagnóstico: barbarie.

 

Hay que acabar con el sexismo en el lenguaje. Es inadmisible que en esta época de igualdad entre los sexos y las sexas sigan utilizándose palabras y palabros masculinas y masculinos que engloban a ambos y a ambas. Por ello hay que dictar normas y normos para sustituir en los juzgados y juzgadas, ministerios y ministerias y demás organismos y organismas, los términos y términas masculinos y masculinas por equivalentes y equivalentas en neutro y neutra. Así nadie se sentirá ofendido y ofendida y todos y todas se darán por incluidos e incluidas. Diagnóstico: estupidez.

 

Hay que eliminar el esfuerzo, la valía, la inteligencia, la diferencia personal entre los alumnos, para conseguir una sociedad más igualitaria, es decir, un igualadísimo rebaño de incapaces. Para conseguirlo, se exigirá lo mínimo y se aprobará a todo el mundo. Además, como la historia, la lengua, la literatura, la religión, la filosofía y las humanidades en general no sirven para nada, se valorará sobre todo saber multiplicar y dividir, apretar tornillos y tener soltura con ordenadores y videojuegos. Así estarán preparados para el mundo de las nuevas tecnologías, que es lo que cuenta. Diagnóstico: barbarie.

 

Siga poniendo ejemplos usted mismo, progresista lector. Es exacto e infalible como una regla matemática.

 

Artículo publicado durante la primera legislatura zapateriana, entre 2004 y 2008, e incluido en España desquiciada

 

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