"El patriotismo es un sentimiento desacreditado debido a que la delicadeza de nuestros humanitaristas lo ve como una reliquia de la barbarie. Hace falta cierta grandeza de alma para juzgar al patriotismo como merece; o bien una sinceridad de sentimientos que le está negada al vulgar refinamiento del pensamiento moderno, incapaz de entender la augusta sencillez de un sentimiento que procede de la naturaleza misma de las cosas y de los hombres".
Joseph Conrad
En este mundo globalizado de hoy la moda dice que hay negar que las naciones existen. "No hay más patria que la Humanidad" es el mantra más repetido contra quienes asesinan en nombre de la patria vasca oprimida. Los interpelados con tan bella frase, sin embargo, sonríen ante tan rendida oposición por tener ellos muy clara la idea de que están luchando por una patria por la que incluso hay que matar. Los nacionalistas afirman, mientras que sus supuestos adversarios sólo niegan. Por eso aquéllos avanzan, progresan y vencerán. Y los otros sólo pueden retroceder y, finalmente, ser vencidos.
Pero, además, ¿es verdad tan bonito lema? Aunque en el mundo de las ideas quizá sea atrayente la idea de un planeta poblado por hombres cuyo único nexo fuese su común pertenencia al género humano, la realidad nos recuerda que existen dimensiones metapersonales indiscutibles, siendo una de ellas aquello a lo que llamamos nación. Efectivamente, por encima de los individuos, de su nación y de su civilización, se encuentra la condición humana, que nos hace a todos igualmente dignos de respeto. Pero ser conscientes de esta dimensión humana superior no tiene por qué significar el olvido o la negación de otras dimensiones supraindividuales de realidad tan evidente que salta a los ojos.
Negar la existencia de la nación es tan absurdo como negar la existencia de la familia. "No hay más familia que la Humanidad", sería otro bonito lema para una manifestación pacifista. Pero resulta que la familia, esa agrupación humana en parte involuntaria –se es hijo de unos padres sin haberlos escogido– y en parte elegida –se es cónyuge de alguien a quien se ha escogido como tal–, es una realidad tan natural que negarlo sería sencillamente inhumano. Y sería inhumano porque el ser humano queda encuadrado naturalmente en familias desde el instante de su nacimiento. ¿Hay alguien que se atreva a negar esto? Pues del mismo modo, pero ampliando el radio de acción, a los seres humanos, desde que vienen al mundo, les es adjudicada por el destino la pertenencia a una comunidad humana definible por ciertas características culturales e históricas a las que llamamos naciones. Negar esto también es imposible.
Este planteamiento es heredero directo de cierta tradición racionalista occidental que desde el siglo XVIII intenta explicar la realidad desde su sujeción a principios racionales preestablecidos y considerados como deseables. La Naturaleza y el hombre, así pues, deberían quedar supeditados a la Razón.
Decir que no hay más patria que la Humanidad es pretender que el hombre no tiene –o no debiera tener– entronque alguno con una realidad que vaya más allá de su propia individualidad. ¿Es ello posible? ¿Debe el hombre ser una cosa que no es? Si el hombre no es libre de ser sólo un individuo sin dimensión metapersonal alguna (familiar, nacional), a causa de todos los condicionamientos que él no eligió, ¿debe librarse de ellos, debe negarlos porque la Razón así lo exige? Si el hombre, así pues, no es libre, ¿habrá que obligarle a que lo sea?
Es posible que la hipótesis de una Humanidad sin naciones fuese más interesante para quien las conceptúa de intrínsecamente perversas, del mismo modo que también podría estimarse mejor una Naturaleza sin cucarachas, sin enfermedades, sin terremotos o sin maldad; aunque también sin lluvia, sin frío, sin pasión, sin dudas y sin esfuerzo.
Pero el Cosmos y el hombre son como son, con todas sus ventajas y todos sus inconvenientes, y la única manera de cambiarlos es exigiendo a Dios o a la Naturaleza –según se sea creyente o no– que la próxima vez sea más hábil.
Artículo publicado durante la primera legislatura zapateriana, entre 2004 y 2008, e incluido en España desquiciada
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