Diez razones a favor del general Mola

Tras setenta y cinco años en activo, el general Mola desaparecerá en breve de las calles santanderinas a causa del habitual cóctel de ignorancia, rencores y complejos. Aparte del innecesario gasto que bien pudiera aprovecharse en iniciativas eficaces para el bienestar de los ciudadanos, el cambio se comprende mal por varias razones.

 

La primera es que se trata de un notable engorro para los vecinos que tendrán que alterar sus documentos privados y públicos. Además, los santanderinos, mayoritariamente, por inercia de tres cuartos de siglo, no se van a adaptar al cambio y seguirán llamando a esa calle general Mola. 

 

La segunda es la superfluidad para las nuevas generaciones: ni siquiera saben quién fue Mola. Ni Bonifaz. Ni Castelar. Ni Ataúlfo Argenta.

 

La tercera es que por toda España hay barrios enteros –y embalses, hospitales y todo tipo de obras públicas– que fueron construidos durante el franquismo y, obviamente, bautizados en aquel momento. ¿Los bombardeamos?

 

La cuarta es que si Mola, como Franco, ha de desaparecer de las calles por su responsabilidad en un enfrentamiento civil, Largo Caballero, Prieto y Companys no fueron menos responsables y, sin embargo, ni sus estatuas ni sus calles son cuestionadas.

 

La quinta es que si los vestigios del régimen franquista han de ser borrados debido a que nació de un golpe de Estado, idéntico destino merecen Washington o la bandera tricolor francesa, pues el régimen norteamericano nació de una guerra civil y la República Francesa, del asalto a la Bastilla y el corte de miles de cabezas. 

 

La sexta es que si Mola y Franco han de desaparecer del recuerdo por golpistas, lo mismo habría de suceder con Prieto, Companys y el Lenin español, cuyos fracasados golpes de estado llevaron a afirmar a Claudio Sánchez-Albornoz, presidente de la República en el exilio, que la izquierda española, con su golpe de octubre del 34, perdió toda legitimidad para criticar el de julio del 36.

 

La séptima es que, paradójicamente, el motivo por el que se conserva el recuerdo de Largo Caballero, Prieto y Companys es su fracaso en sus tentativas golpistas, mientras que se condena a Franco y Mola al olvido porque tuvieron éxito en la suya.

 

La octava es que si se borra de las calles el recuerdo del republicano Emilio Mola por su traición a la República, por el mismo motivo habrá que borrar el de Aguirre, Irujo y Ajuriaguerra, igualmente traidores a la República en su bochornoso pacto de Santoña.

 

La novena es que si el de dicha calle va a ser el primero de una serie de cambios pensados para eliminar todo recuerdo de personajes de uno de los bandos de la guerra, no se comprende fácilmente que se rinda homenaje a personajes del otro bando como Bruno Alonso y Fernando de los Ríos en Santander, o Azaña, Negrín, Durruti y mil más en toda España. ¿No sería lo razonable tratar de igual modo a cualquier personaje de la historia de España independientemente de su ideología?

 

La décima es que si una figura histórica, para tener derecho a ocupar un lugar público, ha de contar con la aprobación unánime de los ciudadanos, como argumentó Zapatero al derribar la estatua madrileña de Franco contigua a las de Prieto y Largo Caballero, es cierto que ni Mola ni Franco cuentan con ella. Pero tampoco Prieto y Largo Caballero. Precisamente la presencia de las tres estatuas en la misma calle habría podido ser una hermosa constatación, en un país que presume de culto y democrático, de que todos los personajes de la historia de España pueden convivir en el recuerdo de los españoles, nos guste más o menos a cada uno su papel en ella.  

 

Se pierde así otra oportunidad de demostrar que la historia no tiene por qué ser utilizada como arma política. Las estatuas de Carlos III, Alfonso XIII, Felipe IV, Don Pelayo, Cánovas o Espartero siguen en pie, lo que evidencia que ésas son páginas que se han pasado. Por el contrario, la Guerra Civil sigue presente setenta y cinco años después, lo que ya cansa. Probablemente el cainismo español sólo desaparecerá dentro de cuarenta o cincuenta años, cuando hayan fallecido todos los participantes en la Guerra Civil así como sus hijos y sus nietos. Quizá los bisnietos consigan superar el resentimiento por haber pasado el tiempo y las generaciones suficientes para que aquella guerra empiece a ser percibida como algo tan lejano y ajeno como la de los Treinta Años o la de Troya.

 

Como contraste con esta palurda España nuestra, tan gozosa de sus rencores, el dirigente socialista francés Jean Jaurès escribió hace un siglo que “Francia no se resume en un día o en una época, sino en la sucesión de todos sus días, de todas sus épocas, de todos sus ocasos, de todas sus auroras”.

 

¡Qué envidia!

 

El Diario Montañés, 16 de agosto de 2013

 

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