La muerte de la palabra

Todas las instituciones dedicadas a la cultura lo saben: no hay relevo generacional. Desde hace ya mucho tiempo es difícil hallar entre los asistentes a cualquier conferencia a alguien menor de cuarenta. Servidor fue testigo hace un par de años de un caso insuperable: dado que a las conferencias sobre cualquier tema no suele asistir casi ningún joven, se organizó en la facultad de Historia de la Complutense una mesa redonda sobre tres hechos claves de la historia de España –la Reconquista, la Leyenda Negra y la Guerra Civil– a cargo de tres autores de reputación consolidada. Efectivamente, la sala se llenó, pero con ateneístas habituales de sesenta años de media. Los universitarios a cuyo territorio se había acercado el acto prefirieron el bar.

 

El mundo del libro aporta un dato que confirma el fenómeno: las editoriales se ven obligadas a aumentar progresivamente el tamaño de las letras porque la edad media de los lectores no para de subir. Así pues, las nuevas generaciones, en su mayoría, carecen de interés por la palabra. Desasosegante conclusión: la deseducación igualitaria no sólo les ha privado de conocimiento, sino que hasta les ha extirpado la curiosidad. Añadamos otro dato tremendo: el suicidio es la primera causa de muerte entre los 25 y los 34 años.

 

La omnipotente televisión, que ha matado la conversación; los eternos auriculares, de los que no se desconectan ni para estudiar; los videojuegos, que han sustituido al aire libre; los ordenadores, que exigen una lectura fugaz (lo acaba de señalar Isabel Allende: “Los jóvenes le tienen miedo al papel. No pueden vivir sin mirar la pantalla”); los mensajes telefónicos en neojerga; los correctores automáticos, que hacen superfluo aprender ortografía; y el reconocimiento de voz, que permite escribir sin teclear, todo ello contribuye a la formación de una enorme masa ágrafa saturada de información de usar y tirar. Un paso de gigante hacia la ignorancia y la manipulabilidad.

 

Ya lo dejó claro hace un siglo el primer ministro socialista francés Aristide Briand al exclamar ante un rebaño de ovejas: “¡Qué magnífico electorado!”.

 

El Diario Montañés, 27 de marzo de 2014

 

 

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