Alternativa a la destrucción

Vaya por delante mi agradecimiento al Altísimo y al gobierno regional por haber enterrado, esperemos que definitivamente, la pesadilla del fracking. Pero otras amenazas siguen presentes, pues cuando no queda más remedio que admitir la mayoritaria impotencia de la sociedad cántabra para innovar, producir y crear puestos de trabajo (ejemplo: la empresa más importante de la comarca de Rionansa es el asilo, con veintisiete empleados), lo fácil es destruir algo para sacar algún beneficio. La penúltima ocurrencia es la de urbanizar Castro Valnera, esa montaña casi siempre encapotada y dominadora de la comarca más deforestada, más castigada por los incendios invernales y pronta a ser adornada con ristras de gigantes con aspas. Toda una golosina para turistas.

 

Si tanto se quiere promover las bellezas de Cantabria, ¿por qué no construir con esmero la aportación humana al paisaje? Es decir: derruir construcciones abandonadas, hacer cierres con cierto cuidado en vez de con somieres, construir bebederos en vez de plantar bañeras, sustituir las basuras por jardines, adornar las casas con flores y árboles en vez de con enanitos e hipogrifos, adecentar fachadas y, sobre todo, elaborar normas urbanísticas que impidan el desaguisado estético que nos distingue de los países de la Europa civilizada.

 

Además de promover el turismo, reviviría la construcción y dejaríamos a nuestros descendientes un entorno más digno. Y se conseguiría que los cántabros no estén condenados a picar entradas y poner cafés. Aunque, bien mirado, tampoco tienen esos oficios mal futuro dada la estrategia a largo plazo de convertir España en el puticlub de Europa. Cuando se nos acaben las montañas en las que colocar teleféricos y restaurantes, siempre quedará la salida de irse a trabajar a los megacasinos de Madrid. E incluso a los de Cataluña. Aunque en este último caso hará falta pasaporte.

 

El Diario Montañés, 30 de octubre de 2012

 

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