Y te ganarás el pan con el Estado de las Autonomías

Al final va a resultar que es verdad que esta España de nuestros delirios es una de las naciones más potentes del mundo. Cuesta imaginar que cualquier otra hubiese podido sobrevivir soportando la sin igual tropa de mediocres que rigen nuestros destinos.

 

Los españoles podemos presumir de que el nuestro es el Estado más absurdo del mundo. No nos llega el dinero para tener un sistema suficiente de distribución de agua, ni para habitaciones individuales en los hospitales, ni para acortar las intolerables listas de espera, ni para apagar los incendios con eficacia, ni para hacer que la administración de justicia funcione en plazos razonables, ni para tantas cosas más de las que verdaderamente importan a los ciudadanos. Junto a la falta de recursos está la descoordinación, los piques entre administraciones autonómicas, los conflictos de competencias, la disolución de la responsabilidad y mil taras más de una administración irracional e innecesariamente multiplicada por diecisiete. Pero, al mismo tiempo, se despilfarran ríos del dinero de todos en euskaldunizar a la fuerza una sociedad castellanófona por mayoría aplastante, o en extirpar a los catalanes una de las dos lenguas que llevan hablando cerca de un milenio, o en duplicar todo tipo de carteles, señalizaciones y documentos en lenguas que nadie lee, o en otros mil gastos dedicados a los totems identitarios de cada taifa.

 

Por no hablar de los sueldos astronómicos, las dietas, los coches oficiales, las secretarias, los chóferes, los asesores, los enchufados, los viajes inútiles, las recepciones, las comilonas innecesarias, los despachos, los privilegios, los honores, el relumbrón y el caciqueo infinito de nuestros miles de alimentados por las hipertrofiadas administraciones autonómicas, esas enormes máquinas de colocación de parientes, amigos e ineptos.

 

En España, el país más rico del mundo, con una balanza de pagos y una renta per cápita envidiada por franceses, alemanes, norteamericanos y japoneses, nos podemos permitir disfrutar  de los 609 parlamentarios nacionales (350 diputados y 259 senadores) y los 1.200 parlamentarios autonómicos que sacan brillo a los escaños de sus respectivos entes parlantes (75 gallegos, 45 asturianos, 39 cántabros, 75 vascos, 33 riojanos, 50 navarros, 82 castellano-leoneses, 47 castellano-machegos, 120 madrileños, 70 extremeños, 109 andaluces, 45 murcianos, 89 valencianos, 67 aragoneses, 135 catalanes, 59 baleares y 60 canarios), a cuyos escasos sueldos y agotadora actividad hay que añadir los de los consejeros, consellers, conselleiros, konsejeroak, consejerines, consejericos y consejerucos de los gobiernos autonómicos, así como los miles de funcionarios de todo tipo que sostienen tan descomunal despliegue de gobiernos, gobiernetes, gobiernitos y gobiernutxos.

 

Y no ose usted, atrevido lector, susurrar la menor crítica a este sistema, aunque sea con las armas de la lógica, la economía, el sentido común, la eficacia, la seguridad jurídica, la igualdad, la justicia, la racionalidad o cualquier otro argumento ajeno al mundo de la partitocracia. Se le declarará automáticamente enemigo de su respectiva nacionalidad histórica, o realidad nacional, o comunidad nacional, o lo que le haya tocado en suerte.

 

Pues son muchos, y de todos los partidos, los interesados en la pervivencia de un sistema –junto con el de los 6.900 municipios, naturalmente– que tanto dinero les da a costa de los impuestos de los demás. Y todos ellos harán causa común, por una vez en sus vidas, para tirársele a usted al cuello.

 

Artículo publicado durante la primera legislatura zapateriana, entre 2004 y 2008, e incluido en España desquiciada

 

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