El complejo de Astérix

Goscinny y Uderzo se equivocaron. Aquel boscoso rincón de Armórica que imaginaron para su aldea de irreductibles galos estaba lejos de ser el más apropiado como modelo de un pueblo libre agredido por el imperialismo. Si hubiesen echado un vistazo por encima de los Pirineos no habrían tardado en darse cuenta de que en esta sufrida piel de toro podemos alardear de ser los campeones del mundo en materia de invasiones y opresiones.

 

El caso más llamativo –aunque sólo sea por la afición de sus hinchas a denunciar su opresiva situación mediante tiros en la nuca, lo que ha conseguido anunciar en todo el mundo que en las Vascongadas, además de los mejores cocineros televisivos, disfrutan también de los mejores asesinos de España– quizá sea el de los inconquistables vascos, ese pueblo milenario, descendiente en línea ininterrumpida de los cromañones autóctonos, que disfrutó de su independencia originaria bajo los fueros tan sabiamente otorgados por Túbal hasta que fue sometido por sucesivas oleadas de invasores españoles. Primero fueron los leoneses a pesar de la tunda que recibieron en Arrigoriaga a manos del hijo del duende Culebro, el célebre Jaun Zuría, al que no le hizo falta caerse de niño en un caldero de poción mágica para dar su merecido al invasor. Sin embargo, la corona castellana no cejaría en el empeño de meter sus narices en tierras vascongadas, lo que provocó la participación de los vascos –y las vascas– en las cosas de España, pero, eso sí, a título de mercenarios a sueldo, nunca como españoles de pleno derecho, pues no en vano conservaron su independencia hasta que se la arrebataron en 1839 Espartero y su caballo al vencer su ejército español al ejército vasco de Carlos María Isidro. Pero no quedó la cosa ahí, pues los españoles volvieron a las andadas, o más bien a las andanadas, poco después. Lo poquito de independencia que les quedaba lo barrió Cánovas en 1876 al vencer de nuevo con su ejército español al ejército vasco de Carlos VII. Tras una breve recuperación de la independencia –en fecha y circunstancias desconocidas, todo hay que decirlo–, volvieron los irreductibles vascos a perderla, esta vez en 1937 ante las bayonetas del ejército español, en concreto de las Brigadas Navarras, bajo el mando de Franco. Desde entonces, los heroicos gudaris no se dan respiro en su empeño de recuperar la independencia cromañónica, para lo cual llevan causadas, en viril combate por la espalda, casi mil bajas al ejército invasor.

 

Junto a la irreductible aldea vasca está la no menos irreductible aldea catalana, conquistada por los españoles el 11 de septiembre de 1714, aquella sangrienta fecha que, cual la caída de Troya o el hundimiento de la Atlántida, ha pasado a los anales sobre todo por la inflamada proclama con la que el caudillo independentista y experto en fugas Rafael Casanova arengó a los barceloneses, envuelto en la bandera estelada, para que acudieran a los baluartes a defender con su vida “la honra y la libertad de los Països Catalans frente a la invasión española. ¡Visca Catalunya lliure! ¡Visca la República! ¡Mori España!”. O algo así. Los sedicentes sucesores de Casanova, el muertito resucitado, mantienen encendida la antorcha de la resistencia exponiendo sus vidas en audaces operaciones en la retaguardia del ejército invasor, sobre todo derribando toros de Osborne. Herederos también del gusto por las proclamas, explican con viriles palabras el objetivo perseguido con sus acciones taurófobas: “Cada vez que un símbolo español sea alzado, será abatido sin contemplaciones por los patriotas catalanes como muestra de nuestra voluntad irreductible de defender a ultranza nuestros derechos nacionales”. La última acción de estos irreductibles ha tenido como objetivo el toro que se alza en el Bruc, lo cual es especialmente comprensible dado el carácter simbólico de dicho lugar, en el que los patriotas catalanes vencieron en 1808 al invasor español. O algo así.

 

Otro interesante asunto invasivo tuvo lugar por tierras de Nafarroa cuando al facha de Fernando el Católico se le ocurrió echar de Pamplona a la dinastía francesa de los Foix-Albret. Los navarros defendiéronse bravamente al grito de ¡Gora Euskadi askatuta!, pero se vieron finalmente superados por los invasores castellanos, entre los que se destacaron los guipuzcoanos, que imploraron a la reina de España la incorporación a su escudo provincial de los cañones capturados en la batalla de Velate, lo que sucedió durante medio milenio hasta que fueron eliminados por los peneuvistas en 1979 para así legar a las generaciones venideras una historia baska como Sabino manda.

 

Otros que están brillando últimamente en esta entretenida competición de resentidos unidos jamás serán vencidos son los célticosuevos, voluntariosos reivindicadores de esencias galaicas milenarias inventadas anteayer. Hasta ahora, para sus argumentaciones antiespañolas lo mismo les han servido los castros de la Edad del Hierro que el Regnum Sueborum de Andeca y Sisegutia o la conquista de los inevitables Reyes Católicos. En el primer caso, el invasor se apareció bajo la forma de romano imperialista, primer avatar del centralismo español. En el segundo, fue el fascista de Leovigildo el que arrebató la independencia a los gallegos a pesar de la resistencia de Malarico, el candidato del BNG. En el caso de Isabel y Fernando todo argumento sobra, pues su sola mención ya evidencia que la razón estaba del otro lado. Pero parece que Astérix se les está quedando corto, por lo que ahora van de espartaquistas, pero no de los de Rosa Luxemburg, sino de los de Kirk Douglas: ahí está, para demostrarlo, el estupefaciente video electoral  imitando la famosa escena de la película de Kubrick en la que todos los esclavos se identifican como Espartaco para evitar su captura por los romanos. ¡Eu son Anxo Quintana! 

 


Pero no acaba aquí la competición por ver quién es más Astérix que nadie. Ahí está Al-Andalus, esa vieja nación musulmana nacida del plebiscito celebrado a orillas del Guadalete y posteriormente sometida a sangre y fuego por los cristianos norteños. Desde entonces gimen los andaluces bajo la opresión española. Según informaciones contrastadas, el califa Chaves, inspirado por los altos principios de la Ley de Memoria Histórica, está estudiando reclamar al gobierno de Ibarretxe el resarcimiento de tantos siglos de opresión provocados por Diego López de Haro y Lope Díaz de Haro, entre otros Señores de Vizcaya, por su principal participación en la conquista de Al-Andalus desde las Navas de Tolosa en adelante.

 

Luego están los canarios, invadidos por los godos peninsulares, naturalmente, aunque llame la atención que ninguno de los defensores de la canariedad de la Nación Canaria, tambien definida en sus textos doctrinales como Nación Archipielágica y Atlántica, tenga precisamente pinta de guanche.

 

Si bien no suele recordarse, también se padece la asterixitis por tierras levantinas, pues no deja de haber quienes explican que el Reino de Valencia, hasta entonces independiente, fue vencido y conquistado por España en la batalla de Almansa en 1707.

 

Regresando al norte, los asturianos, antaño orgullosos de que Asturias es España, y lo demás, tierra conquistada, ahora están descubriendo, gracias a la impagable labor de las elites intelectuales izquierdistas, que son un pueblo celta conquistado por los castellanos que les impusieron su lengua e intentaron extirpar la suya autóctona, de origen igualmente celta, antes llamada bable (para ser exactos, bables, en plural, pues son más de uno) y ahora llamada asturianu, que es más académico.

 

Muy parecido es el caso de sus vecinos cántabros, recién llegados al conocimiento de haber sido igualmente conquistados. No ha sido pequeña la polvareda levantada con ocasión de la propuesta de erigir en Los Corrales de Buelna una estatua de Marco Vipsanio Agripa, pues los conquistaditos locales –sabedores de que sus genes provienen directa y exclusivamente de Laro y Corocotta, como lo demuestra, entre otras cosas, la lengua que hablan, sin duda céltica– lo han considerado un agravio de calibre similar al representado por la estatua santanderina de Franco y la santoñesa de Carrero Blanco, otros dos invasores intercambiables por César Augusto y el mencionado Agripa. Por si algún lector malicioso cree que el suscribiente exagera, vaya por delante la noticia de que en los mercadillos locales pueden encontrarse unas simpáticas camisetas ilustradas con la imagen de un mozalbete uniformado de revolucionario de fin de semana (pasamontañas, pañuelo palestino y tirachinas) enmarcado por el lema ¡Kantabria libre! Invadidos seguro; sometidos jamás.

 

En fin, lo único que parece sacarse en limpio de toda esta colorida historia de invasores e invadidos es que no habrá más remedio que admitir que los odiados castellanos, esos españoles irremediables, culpables de todo mal y blanco de todas las recriminaciones, lejos de ser los seres despreciables que presentan todas las mitologías separatistas, han demostrado ser unos fabulosos superhombres, capaces de vencer una vez tras otra, aun siendo minoría en el conjunto de la población nacional (perdón, estatal), a todo el que se les ha puesto por delante. Lo que quizá debiera provocar alguna reflexión a tanto aprendiz de Astérix que anda por ahí suelto.

 

El Manifiesto, 27 de febrero de 2009

 

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