Provincia contra provincia

La actual polémica vasco-cántabra es la última manifestación de un fenómeno que viene repitiéndose desde hace más tiempo del que parece. Los antecedentes más inmediatos son los privilegios fiscales vascos que, en forma de exenciones y subvenciones, provocan pleitos con las regiones limítrofes y el concierto económico, herida mal cicatrizada de la última carlistada.

 

Pero el asunto viene de atrás. Ya en el siglo XVIII, con los puertos de Santander y Bilbao compitiendo por el comercio con Europa y América, el régimen fiscal vizcaíno perjudicaba a unos comerciantes montañeses –y asturianos y gallegos– que debían pagar impuestos de los que sus vecinos orientales se encontraban exentos. Cuando se modernizaron las carreteras que enlazaban la meseta con el puerto santanderino, las obras se vieron a menudo obstaculizadas por los influyentes funcionarios vizcaínos de Madrid, como en el siglo XX sucedería con el Santander-Mediterráneo.

 

Tras la Primera Guerra Carlista, y a pesar de la derogación de la mayor parte del régimen foral, la activa burguesía de los puertos cantábricos de derecho común contempló con preocupación la pervivencia de algunas exenciones fiscales. Denunciaron, por ejemplo, que muchos comerciantes vascos se aprovechaban de la ausencia de impuestos para, en vez de dedicar esas mercancías al autoconsumo, distribuirlas fraudulentamente por el resto del reino en condiciones inalcanzables para los importadores que sí debían pagar impuestos. En 1839 aparecía en Santander El Vigilante Cántabro, periódico dedicado a la denuncia del abuso de los fueros vascos. Durante tres años publicó numerosos casos de contrabando y fraudes a la hacienda pública realizados al amparo de las normas forales.

 

En 1876, al concluir la última guerra carlista, el debate foral se reavivó en toda España, si bien fueron las provincias limítrofes a los territorios aforados las que más insistentemente hicieron oír su voz: las ciudades portuarias gallegas, asturianas y montañesas, las provincias de Logroño y Zaragoza, y, en cabeza, Santander y su alcalde López-Dóriga.

 

Las instituciones provinciales montañesas denunciaron que mientras se apelaba a la normativa foral para no pagar impuestos a los que sí estaban sujetos las demás provincias, se olvidaban las normas perjudiciales –como las que prohibían la salida de metales, que, de haberse aplicado, habrían impedido a los industriales vascos exportar el producto de sus minas y desarrollar su flota mercante– o se reclamaba la prestación de servicios lógicamente no existentes en los medievales tiempos de la redacción foral –ferrocarril, telégrafo, etc.– pero sin contribuir al estado por ellos. También algunos ayuntamientos participaron en el debate. El de Castro, por ejemplo, elevó a las Cortes una exposición avalada por miles de firmas:

 

“Los que suscriben, vecinos de Castro Urdiales, verían con honda pena la subsistencia y continuación de los privilegios de las provincias vascas. Hagan los representantes de la Nación que concluya de una vez para siempre el organismo y modo de ser de esas provincias y que igualándolas con las demás de España coadyuven a sobrellevar las cargas del estado en la misma proporción”.

 

Con Cataluña sucedió algo similar, pues la historia de la economía española del siglo XIX y buena parte del XX es la historia del arancel. En 1837 Stendhal escribió sobre los catalanes:

 

“Estos señores quieren leyes justas, con la excepción de la ley de aduanas, que debe estar hecha a su antojo. Los catalanes exigen que cada español que usa telas de algodón pague cuatro francos al año porque en el mundo hay una Cataluña. Es preciso que el español de Granada, Málaga o La Coruña no compre, por ejemplo, los tejidos de algodón ingleses, que son excelentes y cuestan un franco la vara, y se sirva de los tejidos catalanes, muy inferiores y que cuestan tres francos la vara”.

 

Los mayores beneficiarios de la política proteccionista gubernamental fueron los industriales vascos y catalanes, que se aseguraron la cautividad del mercado español al precio de perjudicar el comercio internacional y la industria de otras regiones. Así lo reconoció uno de los padres del catalanismo, Valentín Almirall, al escribir que “nuestra gran industria no puede vivir sin una atmósfera artificial arancelaria”. Blasco Ibáñez denunció en 1907 la miseria de Valencia

 

“por culpa de Barcelona, que lo absorbe todo, que es el verdugo de Levante, que quiere convertir toda España en huevo para tragarse hasta la cáscara. Valencia muere por imposición del industrialismo catalán, porque catalanes y vizcaínos han conseguido la confección de unos infames aranceles que nos tapian los mercados internacionales”.

 

Lamentablemente ha transcurrido otro siglo y estos viejos problemas, aunque con ropajes distintos, siguen sin resolverse. Contra las previsiones de los redactores constitucionales, que lo vendieron como la panacea sin posibilidad de discusión, la última fuente de desigualdad entre españoles es el neofeudal Estado de las Autonomías, que ha conseguido de nuevo que las diversas tierras de España se miren como competidoras en vez de como colaboradoras. Y luego pasa lo que pasa.

 

El Diario Montañés, 29 de diciembre de 2013

 

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(Ilustración del artículo: La Madeja Política (2 de mayo de 1874), periódico satírico barcelonés. La figura representa a España talando el árbol de los fueros con rasgos del pretendiente carlista. Cada rama es una de las provincias vascas y sus raíces dicen "fanatismo", "intolerancia" y "absolutismo". Fuente: Jesús Laínz, Los montañeses y el nacionalismo vasco: fueros, rivalidad, ideología y anexionismo, publicado en Altamira, revista del Centro de Estudios Montañeses, tomo LXXIII, 2007; y en Escritos reaccionarios, Ed. Encuentro, Madrid 2008)).

 

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